La operación que
lleva a cabo Danny Boyle en 127 horas es la opuesta a la que David
Fincher realizó para Red social: si en ésta un tema de hoy a la
mañana (la creación, desarrollo y perfeccionamiento de una esfera pública
virtual apolítica que sustituya a la real en los campus
universitarios estadounidenses y, luego, en el resto del mundo) era expuesto
desde un austero clasicismo narrativo y formal, el film de Boyle recupera
uno de los relatos más arcaicos, el del hombre y su determinación para
triunfar sobre las hostiles fuerzas de la Naturaleza, y la satura de
contemporaneidad fílmica, de los recursos audiovisuales más radicalmente
actuales. En consecuencia, y por aquello de “la forma es el contenido”,
Red social es menos la historia de Facebook que un retrato de las
relaciones de poder que se conforman entre un núcleo de personas, expresadas
en un finísimo trabajo con los diálogos y las interpretaciones sostenidos
por una puesta en escena que tiende hacia la invisibilidad, y su efecto
(disolutivo) en estos lazos sociales, un poco a la manera de El ciudadano
de Orson Welles (comparación que le queda un poco grande, como a casi todas
las películas hechas y por hacerse); mientras que 127 horas es a
simple vista esa “historia basada en hechos reales” de un montañista cuyo
brazo quedó atascado bajo una roca en una expedición solitaria en un cañón
en Utah, pero construye de forma subterránea un ensayo sobre la
mediatización de las experiencias personales a través de las tecnologías de
registro. Ese es su verdadero tema, sin dejar de ser en la superficie la
aventura de este explorador (Aron Ralston, interpretado por James Franco). Y
al revés que en Enterrado, otra película de encierro y claustrofobia,
este “tema” subterráneo no está declamado sino sugerido, colándose en las
grietas de ese bombardeo de imágenes publicitarias a las que Boyle y horas y
horas de programación televisiva nos han acostumbrado.
Porque... ¿qué es lo que hace Aron a cada paso del camino, en cada intento
frustrado de liberación durante su martirio accidental? Filma, saca fotos,
registra. En ese rincón oculto de la civilización, Aron recurre a las
imágenes digitales, vive su experiencia extrema a través de las pantallas,
necesariamente mediada por ellas, porque tiene que transformarla en algo
reconocible, en un relato audiovisual. Esta obsesión por el registro, por la
experiencia mediada por la tecnología, por la “cinematización” del mundo
responde a lo que Gilles Lipovetsky denominó “hipermodernidad”, una forma de
modernidad excesiva, saturada de imágenes y pantallas. El alcance de estas
pantallas es mundial, es prácticamente imposible escapar de ellas (como lo
indica el título de uno de sus últimos libros, “La pantalla global”, escrito
en colaboración con Jean Serroy). Pero lejos de las fantasías totalitarias
panópticas, Lipovetsky ve a esta relación con el mundo mediada por las
pantallas como una nueva forma de interpretarlo, de darle sentido. Aron
necesita las pantallas portátiles de sus cámaras de foto y video para crear
un relato de su experiencia que la pueda volver inteligible.
Danny
Boyle se hace cargo de esta obsesión por el registro y la multiplicidad de
pantallas y medios de captura otorgándole a su propia cámara la
movilidad de un teléfono celular que filma: vuela por los aires, recorre la
planicie a la velocidad del sonido, se eleva desde el interior de una grieta
en la roca hasta tocar el cielo, se introduce en la cantimplora de Aron y en
su videograbadora, o persigue a una hormiga en un cercanísimo plano detalle.
No hay escondite contra la cultura audiovisual, de la que Boyle es un
exégeta ejemplar. Pero no estamos ante un mero esclavo de la estética
audiovisual hegemónica, como lo sería, con todas sus virtudes y defectos,
alguien como Tony Scott; Boyle reconoce el lugar que ocupa el discurso
publicitario en el universo de las imágenes, en tanto mediadoras y
encauzadoras del deseo. Aron, cuando tiene sed, no piensa genéricamente en
bebida, sino en publicidades televisivas de gaseosas. Hay cierta ironía en
la mirada de Boyle, que filma su película saturándola de imaginería pop y
energía hipermoderna, reafirmando este universo de pantallas omnipresentes
y, a la vez, reflexionando sobre él, poniéndolo en escena.
Pero
es tal vez este manierismo “hipercinematográfico” (para recuperar otra
categoría de Lipovetsky) casi abstracto lo que genera esa distancia que
dificulta la empatía con lo que se narra en la superficie. James Franco es
pura fisicidad, actúa la desesperación y el dolor con el cuerpo,
convirtiéndose en el único elemento de gravedad en una película en la que
todo se desvanece en el aire. En su encierro, Aron comienza a alucinar,
empujándonos a secuencias oníricas y a flashbacks que lo llevan a revisitar
su vida desde un punto de vista objetivo, un poco como Scrooge en “Un cuento
de navidad” de Charles Dickens (de nuevo él, que sonó como eco de fondo para
la anterior película de Boyle, Slumdog Millionaire), y sólo aparece
en esas evocaciones como un reflejo en el vidrio, nueva metáfora de la
experiencia mediatizada que le permite extraer de ella enseñanzas de vida de
película edificante, de un esquematismo tan básico que parece tomado a la
chacota.
Aun en
su ligereza, hasta en su tono menor, 127 horas cobra relevancia en su
rabiosa actualidad, en la impresión al verla de que está definiendo sobre la
marcha un modo de hacer cine que refleja la experiencia hipermoderna, su
relación con los bienes de consumo, su volatilidad, su cualidad
intrínsecamente sensorial y su dependencia tecnológica. 127 horas es
una película arbitraria, impredecible, el caos multipantalla visto
desde una grieta en la roca. Un cine para las nuevas generaciones de laptop
bajo el brazo. Cada vez que un personaje saca una foto, la imagen se congela
y se aleja por uno de los márgenes, reproduciendo el método de manipulación
de imágenes en la pantalla táctil e interactiva del iPad. A juzgar por
127 horas, el futuro del cine no es 3-D, sino táctil, blando y peludo.
Para poder definir un nuevo
tipo de modelo de cine y su relación con la cultura audiovisual, Boyle
genera imágenes nuevas, tarea que parecía casi exclusivamente reservada para
Werner Herzog. A decir verdad, esta historia de un hombre que decide
abandonar la comodidad del anonimato de la sociedad de consumo para
internarse en tierra de nadie parece un tema perfecto para el realizador
alemán. Y sin embargo la cosmovisión de ambos es radicalmente opuesta:
mientras que Herzog está siempre en la búsqueda de imágenes adecuadas que no
sean presas de la trivialidad de la sociedad de consumo, Boyle crea imágenes
efectistas (como el cuchillo entrando en la carne visto desde el interior
del brazo o el Scooby-Doo inflable visto gracias al fugaz flash de la
cámara) pero no elocuentes y, en última instancia, banales. Por eso el de
Herzog es un cine de resistencia y Boyle sólo replica la lógica del sistema
de imágenes que acata y que él mismo ayuda a definir. Frente a la
integración acrítica al mundo de la pantalla global de Danny Boyle y su
celebración multimedia, la actitud de Herzog de recolectar los pedazos de un
planeta post-apocalíptico es un gesto de heroica, pero necesaria,
desesperación, de alguna manera equivalente a la automutilación como medio
para reencontrar la verdadera libertad.
Hernán Ballotta
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