Una de
las ventajas que ofrecen las películas que, como Dos hermanos, hablan
con honestidad sobre la vida y la muerte es que uno puede compararlas con
21 Gramos y aplastar (lamentablemente en metafóra) a González Iñárritu.
De ahí también el dolor que provoca cualquier tipo de alteración que se
opere sobre ellas. Y me refiero al grosero cambio de título del que ha sido
objeto el film con motivo de su distribución comercial en la Argentina (sabe
Dios en cuántos países más). La traducción directa del título original (Wilbur
Wants To Kill Himself) es Wilbur quiere matarse. Lo que no sólo
resulta más atractivo y original que Dos hermanos, sino que es además
mucho más representativo del tono de la película.
Wilbur
(Jamie Sives), un suicida nato, es cuidado con devoción por su hermano
Harbour (Adrian Rawlins), quien se lo lleva a vivir a su casa para evitar
que reincida en sus intentos por quitarse la vida. Durante la convivencia
Harbour conoce a Alice (Shirley Henderson), de la que se enamora y a la que
convierte en su pareja, con lo que ella –y su hija– también se van a
vivir con él.
La cosa
se complica cuando Harbour se entera de que padece una enfermedad terminal,
al mismo tiempo que su hermano se enamora de Alice y ésta, pese al cariño
que le tiene a Harbour, lo corresponde en el sentimiento. Uno esconde su
enfermedad hasta donde puede, mientras los otros mantienen su romance en
secreto…
El film
arranca con Wilbur abriendo las perillas de las hornallas de su casa y
sentándose en la cocina a la espera de que el gas le surta efecto. Mientras
vemos al protagonista sentado, aparece con letras blancas el título de la
película, que describe directamente lo que vemos. Es la primera evidencia de
que el realizador decidió no juzgar. Desde este lugar, justamente, la
película va a intentar hablarnos de una felicidad posible, de una vida
valorable –a pesar de todo– desde la fuerza de lo sencillo, de lo creíble.
Es un discurso difícil de vender en un mundo dominado por el
escepticismo (cuando no el pesimismo).
Por eso,
el largometraje de Lone Scherfig convence toda vez que logra el tono
realista tan buscado, y muestra sus taras cuando fuerza situaciones o se
vuelve artificioso y declamativo.
Muy
bienvenidas son las actuaciones, sobrias y naturales, de los tres
protagonistas. Y es gran acierto el haber esquivado los golpes bajos o
efectos melodramáticos (elidiendo la agonía física de Harbour y
evitando tomar los intentos suicidas de Wilbur en primeros planos, por
ejemplo). De ahí también que las escenas que emocionan (el abrazo de los
hermanos, el plano final sobre un nuevo modelo de familia) tengan un doble
mérito: el del sentimiento que provocan, y el que proviene del hecho de que
ese sentimiento surge solito, con absoluta fluidez.
Muy
buena la elección estética de recurrir la mayor parte de las veces a una
iluminación natural. Y mejor aun –quizá lo mejor del film– la mirada
comprensiva sobre la infidelidad de Alice para con el agonizante Harbour.
Por otro
lado, total y completamente innecesaria la explicación de los variados
intentos de suicidio de Wilbur mediante el lugar común del “trauma de
infancia” (madre muerta incluida). Defecto menor, no por ello menos notorio,
es la infortunada utilización de la música, que algunas veces quiebra el
tono realista de la narración. También desentona el salvataje de una suicida
a punto de ahogarse que emprende Wilbur en determinado momento de la
historia: que este hombre ya valoraba la vida es algo que a esa altura de la
película estaba claro por demás. También hay personajes dramáticamente
injustificados, como la médica con aires “new age” y esa mujer de faldas
cortas que acompaña a Wilbur… vaya uno a saber por qué y para qué.
Y
finalmente, la hija de Alice. Una chiquita a la que dan ganas de machacarle
la cara con una gárgola: de una frialdad incomprensible frente a lo que la
rodea, con la rara capacidad de decir la palabra justa en el momento
justo... para estropear por completo el clima de la película (suerte que
habla muy poco).
Por todo
y pese a todo, Dos hermanos es un film disfrutable, de lo más amable
y feliz. Incluso, también, una buena receta para el espectador deprimido.
Hernán Schell
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