Quizá convenga
empezar por el final, pero no teman que lesione la sorpresa revelando el
desenlace de algún nudo argumental. Vamos a hablar de un plano, de un
recurso estilístico y de la carga que este tiene a esa altura de la
película. Hace ya unos cinco años, John Carpenter dirigió Fantasmas de
Marte, un film que mixtura thriller, ciencia ficción, terror y western
en dosis precisas y prodigiosas. Nadie le dio importancia fuera del círculo
de cinéfilos que conocen al cineasta. La película, sin embargo, como todo el
cine del director de Sobreviven, La cosa y La niebla
entre otras, tiene un fuerte contenido político. En el último plano de aquel
film entra un personaje –ex convicto que acaba siendo un héroe más en la
lucha que entablan los humanos contra los salvajes– a despertar a una
oficial de policía que ahora es su compañera de batalla, le da un arma, le
dice que la lucha continúa y, antes de salir del cuarto para seguir
peleando, mira a cámara con una sonrisa cómplice que nos involucra en la
acción.
Mirar
directamente a cámara es un gesto que el cine clásico prohibía, pues
entonces estaban claramente delimitados los espacios correspondientes al
espectador y los personajes. La ficción de un lado y la realidad del otro.
Los nenes con los nenes y las nenas con las nenas. El cine moderno, en
cambio, traspasó esa barrera y hoy no sorprende demasiado a nadie que un
personaje nos mire, nos hable y escoja como interlocutores del film,
confundiendo los espacios existentes a uno y otro lado de la pantalla. Desde
hace unas décadas todos somos un poco como la protagonista de La rosa
púrpura de El Cairo cuando contemplaba al actor de sus sueños salir de
la pantalla para seducirla. Por ello mismo, echar mano a ese recurso ya no
es en sí mismo un gesto original y puede estar cargado de sentidos diversos.
En la película de Carpenter, por ejemplo, nos hace parte del grupo, nos
quita del lugar puramente contemplativo para sumarnos a la acción. La
película sigue, nos dice el personaje, y quiero que entres en ella, que
estés a mi lado, que te dejes llevar definitivamente. En el film de Cristian
Mungiu, en cambio, la mirada final congela y alecciona. Lejos de ser un
gesto festivo y hospitalario, levanta un muro infranqueable entre nosotros y
la película.
Hay algo
demasiado calculado en todo el film, una seguridad que le quita elegancia y
nobleza a cada secuencia. Pero una seguridad que no proviene de la película
misma y del uso que lleva cabo del lenguaje cinematográfico sino del tema
que trata, vale decir de la agenda política o festivalera internacional,
pero no del cine mismo, de los materiales con que construye la película. Me
explico: 4 Meses… es un film que habla del aborto en primer término,
de Rumania en vísperas de la caída del comunismo luego, y que sabe que eso
mismo le da un hándicap importante a la hora de ser considerado por los
espectadores progresistas del mundo, los críticos contenidistas y los
programadores de festivales de cine clase A. Lo único que Mungiu tenía que
hacer era filmar bien, no mandarse ningún exabrupto –técnica o políticamente
hablando– y apelar a la mala conciencia del público. De hecho, ganó la Palma
de Oro en Cannes, el festival más importante del mundo, y eso sin aportar
nada realmente nuevo en lo que a escritura fílmica concierne. Pero eso sí,
la cámara se cierra sobre los protagonistas generando incomodidad, se
explica detalladamente el proceso para llevar a cabo un aborto, las
protagonistas sufren miserias varias, hay un largo primer plano del feto
muerto sobre el piso del baño, todos son culpables y, finalmente, uno de los
personajes nos mira a cámara y uno siente lo mismo que cuando Chiquita
Legrand reta a los televidentes moviendo el dedo índice desde su programa:
una mezcla de rechazo e incredulidad ante tamaña y ridícula exhibición de
arrogancia.
Marcos Vieytes
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