El francés Robert Guédiguian debe ser uno de los directores más constantes de
la actualidad. Orgulloso de ser hijo de obreros, parece haber forjado sus inquietudes
cinematográficas a la vera de esa condición. Guédiguian filma historias de amor en
ambientes proletarios, en los que el combate cotidiano por la supervivencia es un
personaje casi tan palpable como los de carne y hueso. Año tras año ya van
quince aborda los mismos temas, se vale de los mismos actores y ambienta sus
historias en la misma ciudad (Marsella, que lo vio nacer en 1953).
No siempre lo hace con la misma
fortuna. Su película de 1997, Marius y Jeannette, retrataba deliciosamente a un
puñado de habitantes del suburbio. Chiquitita en el mejor sentido, no salía de ese
caserío singular menesteroso y, a la vez, a un par de pasos de la exultante costa
mediterránea en el que media docena de trabajadores de lo más simpáticos gozaban
y sufrían con admirable, contagiosa naturalidad. Las intenciones de Guédiguian no
estaban ausentes. Se lo sentía ahí, cerca de ellos, a favor de ellos... pero en
segundo plano, sin interferir. A todo corazón, en cambio, resulta víctima de
esas mismas intenciones. O más bien: de unas "buenas intenciones" que, a lo
sumo, parecen destinadas a tranquilizar conciencias.
La historia es la de Clim, una
adolescente blanca y etérea que se enamora de un muchacho negro, Bebé, vecino y amigo
suyo desde la infancia. Las familias de una y otro comparten buena parte de la anécdota
que, en plan de estricto racconto, empieza cuando Clim, emocionada, va a visitar a Bebé a
la cárcel para contarle que espera un hijo suyo. Lo que sigue es un largo viaje por la
cadena de circunstancias que desembocaron en esa situación. El primer tramo focaliza en
la relación y las dificultades económicas de la pareja, que decide compartir un techo
aunque le cueste financiar la renta. Más tarde, el negro es encerrado por un delito que
no cometió. Y tendrá a Clim y la familia haciendo lo imposible para lograr su
absolución.
Pese a que los roles están bastante
bien interpretados, los personajes se resienten por causa de los trazos gruesamente
maniqueístas con que los perfila el guión. Clim y Bebé lucen tan nobles e inocentes que
ya no parecen de este mundo. En el otro extremo, la mamá y la hermana del muchacho
religiosas fanáticas son inconcebiblemente idiotas e insensibles. Y el
policía que incrimina falsamente a Bebé (y fastidia luego a Clim) ostenta una perfidia
francamente caricaturesca. Sádico, racista, de ojos aceitosos y titilantes, remite mucho
menos a un uniformado real que a digamos Montgomery Burns, el cruel magnate de
Los Simpson.
El film está puntuado por frases más
o menos cursis en off extraídas de una novela del estadounidense James Baldwin, sobre la
que el director se apoyó con excesiva literalidad, despreciando la necesaria tarea de
ampliación y poda que siempre reclama este tipo de material. Forzada voltereta de por
medio, el último segmento de la historia nos pasea por las calles devastadas de Sarajevo.
Y deriva en uno de los happy endings más tirados de los pelos de los últimos
tiempos.
Guillermo Ravaschino
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