A la salida de una función para
la prensa, un colega me dijo, con dudosa intención: “me parece bárbaro que
alguien encuentre su lugar en el mundo”. Daniel Burman está abocado a
trabajar en su cine el tema de la mentalidad judeo-argentina, y lo hace cada
vez mejor. Superando lo que hiciera en Esperando al Mesías, en El
abrazo partido traza un cuadro ultracostumbrista, con distintos
personajes muy dibujados, arquetipos de la colectividad, que no llegan al
estereotipo. Un micromundo concentrado en una de las tantas galerías
decadentes del Once, donde los comerciantes conforman una familia: todos son
buena gente, afuera el mundo no está bien, pero ellos tratan de sobrevivir,
adentro (son muy pocas las tomas en exteriores).
Un par de primos hermanos que
venden telas, la sexy encargada de un local de Internet financiado por su
amante, un matrimonio de hermanos coreanos refugiados tras la vidriera de su
negocio de feng shui, una agencia de viajes que enmascara una mesa de
dinero. Y nada termina de ser lo que parece en ese microcosmos... que es la
Argentina. Nos guste o no
–y
creo que el costumbrismo, como la galería, atrasa varios años–,
el libreto está plagado de momentos de humor que recuerdan al mejor Woody
Allen pero con color local, y seguramente tendrán buen impacto en el
público. La mirada costumbrista de Burman se detiene en el punto justo antes
de caer en el sentimentalismo, gracias al guión que coescribió junto a
Marcelo Birmajer, narrador cuyos trabajos también se concentran
obsesivamente en la realidad judeo-porteña y del barrio del Once.
Volviendo a la galería,
digamos que Ariel Makaroff ayuda a su madre en su negocio de lencería,
aunque no se entiende muy bien en qué consiste esa ayuda. En todo caso,
Ariel no cesa de errar por el barrio en busca de algo, y la extraordinaria
fotografía de Ramiro Civita lo acompaña, nerviosa, fragmentaria,
ubicuamente. Ya se ha dicho bastante sobre la condición de alter ego
de Burman del actor Daniel Hendler, que aquí vuelve a ser protagonista
(hasta se los comparó con la dupla que hicieron François Truffaut y
Jean-Pierre Léaud). En la entrevista que tuve con Hendler durante el rodaje
de este film, él me confirmó esa suerte de identificación que existe entre
ambos. Hendler sabe muy bien cuál es su talento, y rechaza los papeles que
no le cuadran. Nuevamente encarna a ese personaje que conocemos bien, quien
parece haber salido de El fondo del mar para deambular por la galería
del Once: ex estudiante de arquitectura, con problemas para relacionarse con
las mujeres, sueña con irse de ese mundo asfixiante y emigrar a Europa. Uno
de los momentos más logrados es su entrevista con un funcionario del
consulado polaco, donde tramita un pasaporte europeo. Mientras se decide, la
historia transcurre fragmentariamente a lo largo de distintas viñetas de
situaciones, momentos de intimidad, cuadros psicológicos
–sin
que prime una historia lineal–
sostenidos por el punto de vista de Ariel, que hace las veces de "narrador
oficial" del film.
Este año
abundan las películas acerca del vínculo padre-hijo (otras fueron El gran
pez, Las invasiones bárbaras, y suponemos que en algún momento
proyectarán la alemana Goodbye Lenin). En este caso, el padre se fue
a la guerra del Yom Kippur y nunca más volvió, y el muchacho arrastra ese
tema sin resolver, el cual parece ser la clave de su inseguridad y sus
dudas.
Todo el
elenco es ajustadísimo, desde la luminosa Adriana Aizemberg, quien sabe dar
a la madre los matices de seducción y de ternura de una mujer madura,
pasando por Diego Korol hasta llegar a la veterana Rosita Londner, como la
abuela con su inevitable recuerdo del Holocausto, quien después de los
títulos y fuera de su personaje nos regala una canción tradicional judía.
Josefina Sartora
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