De la oscarizada directora Marleen Gorris (su Memorias de Antonia
se llevó una estatuita cinco años atrás) llega esta muy bien ambientada
y fotografiada, desparejamente actuada y pobremente guionada historia. Que
no deja de ser original, ya que pertenece al subgénero
romántico-ajedrecístico.
John Turturro (Barton Fink)
es Alexander Luzhin, un ajedrecista ruso de primera línea y, al mismo
tiempo, una especie de caso perdido en el tablero de la vida. Anda siempre
ensimismado, con la mirada extraviada, le cuesta horrores conectar.
Emily Watson (Contra viento y marea) es Natalia, chica italiana de
la alta sociedad. Corre la década de 1920. Poco después de arribar a una
de esas ciudades europeas que se prestan mejor que otras para los fastos
escenográficos de este tipo de propuestas, Alexander se enamora
perdidamente de Natalia. Bueno, no. En rigor, lo único que consta es que,
con sólo verla, Alexander decide que Natalia tiene que ser la mujer de su
vida. Y ahí nomás le propone matrimonio. Se diría que esta suerte de
trámite expeditivo, ultraveloz, es el rasgo que preside a todas las
instancias esenciales de este relato inspirado en una novela de Vladimir
Nabokov (no tuve el gusto de leerla, pero apostaría unas cuantas fichas a
que es más interesante, y mil veces más compleja, que lo que se ve en
pantalla). El asunto es que Natalia pide un tiempito, y minutos más tarde
ya le está dando el sí. Se fija fecha...
Queda mucho por delante, pero
tenemos las premisas: por un lado la férrea oposición familiar al
compromiso mentado (no se imaginan con qué caras de perro mira la cogotuda
mamá de Natalia a su futuro yerno); por el otro, el doble desafío que
Alexander, en cuanto ajedrecista, tiene frente a sí. Ha llegado a Italia
para competir por el título mundial, y para alzarse con él no sólo
tiene que derrotar a Turati, maestro entre los maestros de Occidente, sino
a sus propios fantasmas. Es que el protagonista se crió y creció inmerso
en profundos conflictos psicológicos.
El primer aspecto, de "amor
prohibido", además de ser extremadamente remanido (¿cuántas
películas de época lo tocaron? ¿Miles, cientos?) resulta de lo
más absurdo. El desencaje introspectivo, plato ya demasiado
típico en la cocina de John Turturro, está tan subrayado aquí que nunca
termina de cerrar la velocidad con que Natalia –joven centrada,
ella– acepta el convite matrimonial. Y digo más: tan embobado se lo ve
que la opositora madre de la muchacha, si se lo piensa bien, resulta el
personaje más sensato de la película (por supuesto que no es ese el
lugar en que la coloca Gorris, sino en el de ogro precámbrico).
El segundo filón,
ajedrecístico-psicológico, no aprovecha genuinamente una sola de las
aristas que este milenario juego (que me apasiona, confieso) ofrece a
quien quiera desplegar sutiles metáforas existenciales. Lo que hace
Gorris, por el contrario, es montar todas y cada una de las previsibles
cursilerías a las que el duelo de los trebejos se presta.
Un ejemplo: a través de agotadores flashbacks
puede saberse que a Alexander, de niño, sus padres y los médicos le
prohibían jugar al ajedrez en nombre de su salud. Pues bien, en plena
final del mundo, en el lugar de su oponente, a Luzhin se le
"aparecen" estos censores de antaño. Otro: un tal Valentinov,
que inicialmente había sido su mentor pero luego le tomó odio (algo así
como Salieri a Mozart), sella un pacto con Turati para presionar
psicológicamente al protagonista. Una de las tácticas de Valentinov
consiste en mirar fijamente a Alexander, con cara de malo, durante las
partidas... no se imaginan lo bien que le funciona. Casi todo es así de bruto
en esta elegante propuesta.
Lo demás ya deben haberlo
imaginado: estaciones de tren, mansiones con prolijos jardines, salones en
los que los burgueses se sientan a tomar el té.
Guillermo Ravaschino
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