Michael Mann es uno de los directores más originales y talentosos del
cine americano actual. Con un estilo absolutamente personal y una
filmografía coherente en formas y contenidos, ha logrado algunas de las
mejores películas de los últimos años que, si no fuera por algunas
concesiones a la industria –no siempre acordadas–, probablemente
serían obras maestras. En semejante contexto, Alí resulta
decepcionante.
Y es curioso, porque tal vez sea la película mainstream menos
complaciente de Mann, que eligió narrar sólo un par de peleas y
centrarse en los problemas (políticos y de entorno) que sufrió Alí
fuera del ring. Por otra parte, la estructura formal se mantiene fiel al
estilo del cineasta. Fotografía con tonos azules, mucha cámara en mano,
muchos primeros planos, particular estiramiento de algunas secuencias y la
música como motor emocional, todos estos rasgos reaparecen en Alí.
Sin embargo, la habitual larga duración de sus películas aquí pesa
demasiado. Mann no logra la atmósfera de tensión que tanto había
beneficiado a El informante, y su original trabajo sobre el
montaje, que aligera las escenas más convencionales y mantiene casi
congelados los primeros planos que reflejan el conflicto emocional del
protagonista, le termina jugando en contra.
Si de buscar chivos expiatorios se tratase, uno podría llegar a la
conclusión de que Will Smith no era el actor indicado. Si bien es
destacable su preparación física (que le permitió actuar sin dobles),
no consigue impregnar de coraje y vitalidad a su personaje.
Una respuesta más ajustada puede encontrarse en la historia. Mann
suele trabajar con dos protagonistas en contrapunto. Policía y ladrón en
Fuego contra fuego; humanista y científico en El informante;
detective y asesino en la excelente Cazador de hombres. La tensión
entre esos polos y sus puntos de contacto siempre fueron el núcleo de la
narración. Pero Alí no tiene coprotagonista. Y si bien los mejores
momentos surgen de la relación con el periodista Howard Cosell (un
perfecto e irreconocible Jon Voight), no alcanzan más que para sospechar
los intentos del director por recuperar esas duplas goleadoras –perdonen,
llegó el Mundial– que tanto éxito le proporcionaron en películas
anteriores.
Entonces, el relato pierde la intensidad emocional a la que Mann nos
tiene acostumbrados. Allí están la opresión del sistema, las perversas
corporaciones y las debilidades humanas. Pero sin aquel hilo conductor que
potenciaba la conexión con la platea, su estilo se transforma
rápidamente en un obstáculo para el ritmo cinematográfico.
Pese a todo, la idea de defender un film de auteur fallido por
sobre una buena película sin firma (tan aplicada por la revista
francesa Cahiers du Cinema) bien podría aplicarse aquí. Hay algunas
secuencias, como la deliciosa apertura con el recital de Sam Cooke y la
batalla final frente a Foreman en Zaire, que proyectan buenos recuerdos
(tanto de la filmografía de MM como de los hechos históricos). Y está
el pequeño papel de Jon Voight, una transformación descomunal que
redondea un personaje muy caricaturesco y, a la vez, poderosamente humano.
Ramiro Villani