Alguien me bebe desde la otra orilla, alguien me succiona, me abandona
exangüe.
Estoy muriendo porque alguien ha creado un silencio para mí.
Alejandra Pizarnik, en "Una traición mística"
Los amantes
empieza casi en silencio: un hombre camina, de espaldas a la cámara, por el
costado del mar mientras se escucha sólo el sonido del viento. Los
amantes, además, es una película que termina dos veces. El primer final
es, como el principio, en silencio y cerca del mar. El segundo final, en
cambio, es bastante distinto: el director retoma eso que dejó en la escena
cerca de la playa (como el protagonista, que recoge algo de la
arena) y lo rehace. Entonces el relato rompe ese silencio, se aleja del mar
y, entre diálogo y música, termina con el personaje otra vez de espaldas a
la cámara. Todo ha vuelto al punto de partida, y bien sabemos desde dónde
partió esta película.
Aquí,
entre personajes prácticamente camuflados con el color de los ambientes y
rostros que, por momentos, se ven tan verdosos y grises como los días de la
ciudad que aloja este relato, James Gray cuenta la historia de Leonard
(Joaquin Phoenix), un hombre que vuelve a casa de sus padres luego de sufrir
una ruptura amorosa y atravesar algún intento de suicidio. De vuelta en esa
casa, él se incorpora al negocio de su padre y a toda la dinámica de una
familia judía que quiere casar a su hijo con quien creen conveniente
(Sandra, la hija del socio de Reuben, el padre de Leonard). Pero en ese
mismo edificio donde pasó su infancia, Leonard conoce a Michelle (Gwyneth
Paltrow), una nueva vecina de quien no tarda en volverse amigo, compañero y
confidente. Y de quien tampoco tarda en enamorarse. Pero, al tiempo, él se
entera de que ella sufre por un amante mayor, casado y con un hijo.
En
medio de todo eso, y planteando un enfrentamiento entre el querer y el
deber, Los amantes recorre ese camino sin caer en los amenazantes
clisés. Entonces, traza un recorrido entre el amor y el no-amor, un
constante ir y venir entre esos dos extremos que se unen, al final, en un
abrazo inmensamente triste.
Gray
lo pone todo al servicio del clima. Los
movimientos de cámara, la gama de colores, la composición de los cuadros, la
mirada de los actores giran en función de cómo avanza la historia. El
director construye el espacio y estructura el mundo desde los tamaños de
plano y los movimientos de cámara: en el boliche usa planos cortos, la
cámara se mueve mucho y cerca de los personajes; en la elegante salida de
Leonard al centro de la ciudad, la cámara pasea en un travelling por el
espacio urbano, como bailando al son de la música y acariciando esa
alcurnia a la que el personaje es convidado por un rato; más cerca del
final, en el encuentro entre Leonard y Michelle, Gray ubica al protagonista
en uno de los extremos inferiores del encuadre, pequeño, junto a un edificio
que ocupa casi toda la pantalla pintado de un lúgubre gris. Aquí hay un
cineasta que habla desde una puesta en escena que denota la meditada y
cuidada decisión de cada cosa que se muestra.
Y
sorprende que el director de Los dueños de la noche (2007), alguien
que solía hacer una película cada seis años, haya vuelto sin hacerse esperar
y alejado de aquellos temas policiales en los que se movía como pez en el
agua. Lo que no sorprende es que haya vuelto con Joaquin Phoenix, su actor
fetiche y piedra angular de esta película que, según se dice, es la
despedida cinematográfica del actor. Quizá por eso Gray lo homenajea
entregándole el inmenso personaje de Leonard en esta historia que viene a
hablarnos sobre la incapacidad de olvido, sobre el dolor del recuerdo y
sobre cómo ese dolor puede vivirse en silencio.
Porque, como se mencionó al principio de este texto, el silencio es una
fuerte presencia en Los amantes, relato cuyo protagonista se dedica a
la fotografía (ese arte de captar momentos y arrojarlos al silencio
infinito). En la película hay muchas escenas en que vemos al protagonista
tratando de no ser escuchado; quizá la más notoria sea aquella en la que
se esconde detrás de una puerta para que el novio de Michelle no sepa que él
también está en la habitación. Es que aquí, siempre que hay un silencio
importante, hay alguien para escucharlo, y por eso ese silencio significa: en
el caso de la entrada del novio a la casa de Michelle, ella sí sabe que Leonard está ahí, en silencio; cuando éste último escapa de su casa, es
la madre quien percibe su silencio. Y luego estamos nosotros, testigos del
silencio más punzante de toda la película, aquel en que se sume el
protagonista que recuerda ese amor que lo ha olvidado. Ese es el silencio de
la escena inaugural; el silencio de cuando viaja en el tren; el silencio de
la escena en la playa. Y tal vez sea el silencio del final, interrumpido por
la música pero evidenciado en el mutismo de los actores y convertido en el
inaudible tiempo de ese abrazo que se bebe a Leonard, que lo “succiona y
abandona exangüe”. Ese abrazo que le crea un silencio y que hace que el amor
sea, para él, sólo una de las formas del olvido.
Josefina
García Pullés
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