Del director de La ardilla roja y Vacas, y con un año de retraso, llega
a Buenos Aires Los amantes del círculo polar. Estamos hablando de un vasco,
Julio Medem, cuya obra cuatro largometrajes a la fecha está atravesada por
experimentos más o menos felices, siempre audaces, por el lado de las formas.
Estos renacen en la peculiar estructura
elegida para narrar las vicisitudes de Otto y Ana. La suya es una historia de amor por
etapas. Arranca en la infancia, cuando comparten la misma escuela, se prolonga en la
adolescencia (que los convierte en "hermanos" desde el momento en que el padre
de Otto se une a la madre de Ana) y culmina en los veintipico. Tres parejas de actores,
pues, se ocupan de animarlos a lo largo de la narración. Pero también es una historia
contada a dos voces: carteles con los nombres de Ana y Otto presiden las numerosas
secuencias que hacen avanzar el relato, respectivamente reconstruidas desde el punto de
vista de cada cual. Hay de por medio un juego con la subjetividad: los mismos segmentos de
la historia se reiteran, levemente trastocados en función de quién sea el que los evoca.
Por lo demás, el hecho de que Medem no se prive de insertar saltos hacia adelante y
atrás en el tiempo habida cuenta de los diferentes actores encargados de un mismo
rol deriva en algunos tramos desvahídos, farragosos.
El clima es marcadamente melancólico.
No tanto por la historia en sí, que incluye los desgarros que suelen acompañar a
cualquier vínculo amoroso que se precie, como por el tono con que Ana y Otto la refieren
al recordar. Ambos tienen generosos, si no excesivos, párrafos en off, que comentan cada
instancia de sus desventuras bajo el signo de un existencialismo trágico y supersticioso.
Sus encuentros y desencuentros parecen determinados por el azar. El azar, al menos según
sus dichos, parece responder al destino. Un destino que tiende a unirlos, aunque está por
encima de los dos. En este cuadro se inscriben unos cuantos sucesos puntuales que se repiten
con el correr del tiempo autos que frenan justo antes de chocar, gente que se queda
sin combustible a mitad de camino y ciertas casualidades por el lado de los nombres.
El padre de Otto y la nueva pareja de su ex, por caso, se llaman Alvaro. Un
anciano alemán, dueño de la cabaña que ocupa Ana en Finlandia (por la que pasa la
línea imaginaria del círculo polar ártico), se llama igual que el abuelo del
protagonista, que también era alemán. Y más de una vez se subraya que Ana y Otto son
nombres "capicúa", como si fuera un enésimo emblema misterioso.
Los amantes del círculo polar
tiene su intensidad, sus momentos. Pero no deja de ser un film afectado. La
superstición, aun descabellada, puede ser un excelente punto de partida para sembrar
tensiones (no por nada es la base de tantos buenos relatos terroríficos). Pero para eso
debe cabalgar sobre la acción. Y no depender, como en este caso, de las metáforas más o
menos lúgubres con que dos voces en off la comentan.
Guillermo Ravaschino
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