El afiche original de Amén presenta una cruz cristiana
transformada en cruz gamada roja sobre fondo negro, que encierra a los dos
protagonistas de la película: un oficial nazi y un sacerdote, que
intentan con sus denuncias alertar al Vaticano y a la comunidad
internacional para detener el genocidio. La jerarquía católica actual
reaccionó indignada ante esa identificación de su símbolo máximo con
el nazismo, y en nuestro país ese cartel ha sido modificado.
Tema de cientos de films de propaganda de los Aliados, el mismo
Costa-Gavras había tratado el Holocausto en su Mucho más que un
crimen (The Music Box, 1989). En Amén lo aborda
desde otro ángulo: el de quienes, desde adentro del sistema,
ejercieron la resistencia activa. La película se basa en la obra teatral
"El nuncio" de Rolf Hochhuth, que causó un gran escándalo
cuando su estreno, hace 40 años. La obra teatral y la revisión de la
historia obligaron a las jerarquías católicas a sacar a la luz un tema
que preferían mantener oculto: el silencio del Vaticano ante el genocidio
nazi. Uno de los protagonistas de Amén es un oficial alemán, Kurt
Gernstein, personaje real, el científico que tenía a su cargo el
suministro y el asesoramiento del uso de los químicos necesarios para
hacer funcionar las cámaras de gas que a diario mataban miles de judíos
en Polonia y Alemania. Ingenuo al principio, ignorante de lo que en
realidad estaba aconteciendo, cuando se entera Gernstein (Ulrich Tukur)
intenta desesperadamente informar a los diplomáticos y a las iglesias
protestante y católica sobre el exterminio. Encuentra un aliado en el
jesuita Riccardo Fontana (personaje de ficción, interpretado por Mathieu
Kassovitz), hijo de un noble que cumple funciones de primer nivel en el
Vaticano. Ambos no se detendrán hasta llegar a Pío XII, pidiéndole que
interceda ante Hitler. Ese cura de pureza franciscana se estrellará
varias veces frente a palabras tales como paciencia, ecuanimidad,
sensiblería, perseverancia y diplomacia, con las que
el poder disfraza su hipocresía. Es histórico el silencio cómplice del
Papa frente al genocidio, por el cual se lo juzga hoy. Pero la película
no es lapidaria con Pío XII: prefiere mantener cierta distancia, incluso
desde la cámara, reservando un solo primer plano de su rostro en un
momento en que parece comprenderlo. Sin embargo, Pacelli había
vivido en Alemania antes de su pontificado, conocía a Hitler y su
intervención podría haber cambiado la Historia. Nada de eso se menciona
aquí.
Por cierto que el film no se ocupa sólo de la vista gorda de
los altos mandos eclesiales sino de la indiferencia silenciosa en general,
que existió en todos los ámbitos: el de quienes se negaban a aceptar una
conducta indigna de sus compatriotas, el de los Estados Unidos, el de
tantos obispos y arzobispos, que veían en Hitler a un aliado contra el
comunismo, el de los protestantes, el de la Sociedad de Naciones. Frente a
ellos, la resistencia de los protagonistas es un grito a oídos sordos.
Obviamente, el film no sólo habla de ese preciso momento histórico; toda
similitud con nuestra propia historia reciente no es casual. El propio
director ha trazado el paralelo con el genocidio argentino, ejecutado en
medio de carteles que rezaban "El silencio es salud".
La posición del oficial alemán es muy compleja: amante de su país y
de sus connacionales, sus principios religiosos y morales lo obligan a
denunciar a los suyos, sabiendo que "los que traicionan a su propio
país son siempre sospechosos". Y al mismo tiempo, continúa
proveyendo el gas letal. Como si un piloto de los vuelos de la muerte
sobre el Río de la Plata hubiera denunciado esos vuelos... en el momento
en que los llevaba a cabo.
Sin embargo, Costa-Gavras no explota esta ambigüedad. Su cine nunca se
distinguió por la sutileza. Sus films son gritos de denuncia, a veces
panfletarios, frente a hechos y sistemas de injusticia establecidos. Por
lo tanto, Amén (como Z, como Estado de sitio o Desaparecido)
expone situaciones muy definidas, y sus personajes son casi estereotipos.
Unívocos, adoptan una actitud al principio de la película y la sostienen
hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, sin una cuota de
sorpresa. El oficial alemán perseverará con su denuncia aunque con ello
arriesgue su vida, el sacerdote no se detendrá hasta el campo de
exterminio, el papa mantendrá su actitud de silencio. Un leitmotif
del film es la imagen de los largos trenes con sus vagones de carga de
ganado (abiertos si van vacíos, cerrados si llevan su cargamento humano);
en contrapunto, el otro es el consumo de champán y alimentos exquisitos
por parte de los nazis y de la cúpula vaticana en ambientes palaciegos, y
todos ellos son seres despreciables. En cambio, el jesuita respira
santidad –y la interpretación de Kassovitz es el mejor punto del film.
La obra de Costa-Gavras está cargada de buenas intenciones, pero
sabemos que ellas no alcanzan para lograr un buen cine. El epílogo de dos
minutos tiene una elocuencia brutal –nunca alcanzada en las largas dos
horas previas– sobre la actitud de los nazis, de los mandamases de la
Iglesia y también sobre el tristemente célebre refugio nazi en que se
convirtió la Argentina. Una vez más: nada es casual.
Josefina Sartora