Argentina, 1946. Perón acaba de ganar las elecciones sin fraude... parece.
El Estado pasa a estar en sus manos, y todo aquel que se le oponga es
visualizado como un enemigo. Jorge Luis Borges, conocido opositor, está
entre esos enemigos, y por lo tanto debe transar o huir.
Tanto José Pablo Feinmann desde el
guión como Juan Carlos Desanzo desde la dirección eligieron una trama de
tipo policial para relatar esta historia, en la que se entrecruzan
realidad y ficción. Lo que se irá descubriendo es a un Borges atrapado
en una pesadilla que se construye dentro del universo y la lógica de su
propia literatura. Dos de sus cuentos fueron utilizados para esto:
"La muerte y la brújula", que mantiene ciertas ideas intactas
en el film pero también funciona como disparador de ideas nuevas; y
"El sur", del cual se extrae una escena y cierto ambiente
opresivo.
Poco importa cuánto hay de paranoia
en este personaje y cuánto de real. Lo interesante es ver de qué manera
es narrado. Si bien en ningún momento se producen distorsiones en las
imágenes, la estética de El amor y el espanto tiene algo de
expresionista: las sombras, las tomas, las formas de actuación. Los
espacios agobiantes, como escaleras, pasillos y bibliotecas, atravesados
por la mirada de Borges: el encierro y la amenaza siempre al acecho.
Y esta amenaza es doble. Por un
lado, del poder. El asesino es el Estado, dice el escritor en
determinado momento. Pero por otro lado, amenaza de las clases pobres que
este poder subleva. Un simbolismo recargado ronda estas ideas: perros
feroces como metáfora del despotismo de Perón, riñas de gallos como
metáfora de la barbarie...
Hay algo que mitiga tanto espanto, y
es el amor que Borges siente por Beatriz Biterbo. Y justamente porque la
quiere tanto, ella será la razón de todas sus acciones, la única
motivación para enfrentar sus miedos y cobardías. No por casualidad las
escenas en las que se la ve son luminosas, en contraste con el resto de
las imágenes.
Lamentablemente, ciertos aportes
estéticos y de guión quedan opacados por actuaciones exageradas,
grandilocuentes. Especialmente Roly Serrano, interpretando a un
funcionario realmente malo, casi demoníaco, de una forma tan
estereotipada que lo último que da es miedo. Pero Miguel Angel Solá
tampoco se salva en este sentido. Roberto Carnaghi, en cambio, está
excelente en su papel. Y es el único, quizás junto con Cristina Banegas
y Norman Briski, que parece recordar que cine y teatro no son la misma
cosa.
Esta película podrá tener algún
atractivo para aquellos que quieran ver a un Borges distinto del que
pervive en nuestro imaginario. Pero este es tan afectadamente ingenuo y
atormentado, que resulta engañoso, poco creíble. El abuso de simbolismos
también patea en contra, haciéndonos tan obvio lo que el director quiere
transmitir que nos reduce al papel de simples receptores de ideas
cocinadas, masticadas... y digeridas.
Cecilia Pérez Casco
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