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EL AMOR Y EL ESPANTO

Argentina, 2000


Dirigida por Juan Carlos Desanzo, con Miguel Angel Solá, Norman Briski, Victor Laplace, Roberto Carnaghi, Blanca Oteyza, Cristina Banegas.



Argentina, 1946. Perón acaba de ganar las elecciones sin fraude... parece. El Estado pasa a estar en sus manos, y todo aquel que se le oponga es visualizado como un enemigo. Jorge Luis Borges, conocido opositor, está entre esos enemigos, y por lo tanto debe transar o huir.

Tanto José Pablo Feinmann desde el guión como Juan Carlos Desanzo desde la dirección eligieron una trama de tipo policial para relatar esta historia, en la que se entrecruzan realidad y ficción. Lo que se irá descubriendo es a un Borges atrapado en una pesadilla que se construye dentro del universo y la lógica de su propia literatura. Dos de sus cuentos fueron utilizados para esto: "La muerte y la brújula", que mantiene ciertas ideas intactas en el film pero también funciona como disparador de ideas nuevas; y "El sur", del cual se extrae una escena y cierto ambiente opresivo.

Poco importa cuánto hay de paranoia en este personaje y cuánto de real. Lo interesante es ver de qué manera es narrado. Si bien en ningún momento se producen distorsiones en las imágenes, la estética de El amor y el espanto tiene algo de expresionista: las sombras, las tomas, las formas de actuación. Los espacios agobiantes, como escaleras, pasillos y bibliotecas, atravesados por la mirada de Borges: el encierro y la amenaza siempre al acecho.

Y esta amenaza es doble. Por un lado, del poder. El asesino es el Estado, dice el escritor en determinado momento. Pero por otro lado, amenaza de las clases pobres que este poder subleva. Un simbolismo recargado ronda estas ideas: perros feroces como metáfora del despotismo de Perón, riñas de gallos como metáfora de la barbarie...

Hay algo que mitiga tanto espanto, y es el amor que Borges siente por Beatriz Biterbo. Y justamente porque la quiere tanto, ella será la razón de todas sus acciones, la única motivación para enfrentar sus miedos y cobardías. No por casualidad las escenas en las que se la ve son luminosas, en contraste con el resto de las imágenes.

Lamentablemente, ciertos aportes estéticos y de guión quedan opacados por actuaciones exageradas, grandilocuentes. Especialmente Roly Serrano, interpretando a un funcionario realmente malo, casi demoníaco, de una forma tan estereotipada que lo último que da es miedo. Pero Miguel Angel Solá tampoco se salva en este sentido. Roberto Carnaghi, en cambio, está excelente en su papel. Y es el único, quizás junto con Cristina Banegas y Norman Briski, que parece recordar que cine y teatro no son la misma cosa.

Esta película podrá tener algún atractivo para aquellos que quieran ver a un Borges distinto del que pervive en nuestro imaginario. Pero este es tan afectadamente ingenuo y atormentado, que resulta engañoso, poco creíble. El abuso de simbolismos también patea en contra, haciéndonos tan obvio lo que el director quiere transmitir que nos reduce al papel de simples receptores de ideas cocinadas, masticadas... y digeridas.

Cecilia Pérez Casco     


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