Jennifer y David son hermanos. Ella (Reese Whiterspoon) está pendiente de los llamados de
los muchachos y quiere ser la chica más "popular" del High School. El (Tobey
Maguire) canaliza buena parte de su líbido como fanático de Pleasantville, una vieja
serie de televisión de la década del 50. Aunque jamás existió, Pleasantville puede
asimilarse a tantos envíos con los que la pantalla chica, por entonces en blanco y negro,
buscaba acompañar y sacar partido del sueño americano. Inmensamente populares
en Estados Unidos, no tanto en Latinoamérica (adonde pegaron más las versiones cómicas
de los golden years como "El show de Dick Van Dicke" y "Queremos
tanto a Lucy"), estos programas compartían un puritanismo virginal: nada de sexo,
conflictividad ni emociones fuertes. Pleasantville fue traducido (en la versión estrenada
en la Argentina al menos) como Villagradable: lo "agradable" es esa suerte de
felicidad permanente, absoluta, idealizada, que desconoce la otra cara de la moneda que
siempre hubieron de afrontar las plenitudes que se precian.
Hete que un día el destino, disfrazado
de un veterano reparador de televisores de lo más simpático (y old fashioned:
viste gorra y mameluco onda años '50), inserta mágicamente a los hermanos en el mundo de
Pleasantville. David será convertido en Bud y Jennifer en Mary Sue, hijos de los Parker,
la familia tipo que está en el centro de las módicas andanzas del programa.
Jennifer no lo quiere creer (¡en el mundo real estaba esperando el llamado de un
candidato para pasar la noche!). David, durante un rato, empeñará toda su sapiencia teléfila
para evitar que sus movimientos y los de su hermana se aparten de lo que se supone que
debe y no debe ocurrir en Pleasantville.
El paralelo con The Truman Show
(Peter Weir, ver link al pie) es notable, aunque el film de Gary Ross invierte los
términos esenciales de la ecuación. Aquí también la vida transcurre en un decorado
inmenso, que empieza y termina en los límites de un pueblito (la maestra local no sale de
su asombro cuando Jennifer/Mary Sue le pregunta adónde finaliza la calle principal). Pero
los protagonistas de Pleasantville son conscientes, son los extras
quienes ignoran la clave de los sucesos. Pleasantville también deja a un lado
las veleidades de superproducción que infestaban a la fábula de Peter Weir: en este
show no hay miles de cámaras sugeridas, ni un gigantesco equipo de producción entre
bambalinas. Se le propone al público una situación: dos adolescentes reales
sumergidos en cierto mundo de ficción, y se la desarrolla sin artimañas ni golpes bajos.
El punto de partida es más o menos descabellado, pero las consecuencias no podrían ser
más lógicas. Pleasantville crece a su calor.
En riguroso blanco y negro, los rasgos
propios de la teleserie se imponen al comienzo, incluyendo algunos fetiches
"cincuentistas" que siguen siendo seductores: tostadoras, bares, automóviles,
saquitos de cashmilon, "lago del amor" con aparcadero para
acurrucarse... Pero cada vez que Jennifer y David esbozan un movimiento ajeno al universo
de la serie, algo se quiebra en Pleasantville. Leer un libro, enojarse, hacer el amor son
algunos de los oficios humanos no previstos, ni mucho menos deseados, en el pueblito de
los sueños. Y sin prisa pero sin pausa, empezarán a prender en unos cuantos
miembros del "elenco estable".
Hay algo más que un juego con los
colores (que apuntaló una nominación al Oscar por Dirección de Arte) detrás de la
mutación que opera en los personajes cada vez que se asoman a una experiencia real. Un
beso un poquito más allá de lo permitido, un coito, una bronca de aquellas son
suficientes para que unos y otros empiecen a colorearse. Y a ver los colores en
los escenarios que los rodean. "La verdad está en el ojo del que mira", aquella
célebre frase puesta por Rod Serling en un episodio de Dimensión desconocida,
revive a su modo (que es otro aquí). Pleasantville demuestra que no todos los
personajes interpretados por actores son necesariamente de carne y hueso, e
invita a contemplar, en vivo y directo, la conversión de los que no lo son: más carne,
más hueso, más vida en fin, es la que se contagian con el correr del metraje los
habitantes de la tira. Claro que no todas las conversiones son igualmente conmovedoras.
Las últimas recorren las huellas de las primeras, reiterando las etapas de un ritual que
se torna un tanto fatigante.
El clímax está signado por una suerte
de paridad de fuerzas entre los coloreados y los que se aferran a las generales
de esa existencia doblemente gris. Estos conformarán una singular galería de reaccionarios.
Tan obtusos y bestiales como los del mundo real... pero despojados de la violencia y la
peligrosidad que, como el amor y los libros, han sido desterrados de Pleasantville. Por
eso, sólo por eso, acaso puedan redimirse.
Guillermo Ravaschino
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