No son muchas las películas que consiguen dar cuenta de la vida de un artista fuere
éste pintor o literato e imponerse, al mismo tiempo, como dramas consistentes.
Antes bien, el grueso de las intentonas (que son legión en Hollywood, agrupadas bajo el
rubro biopics) no logran una cosa ni la otra. Algunas veces con vigor, otras
apenas con lo justo, El amor es el diablo despega del montón.
Se trata de la versión libre de una
etapa de la vida de Francis Bacon (1909-1991), el cotizadísimo pintor inglés famoso por
su reivindicación de la "figura" contra las aguas dominantes del expresionismo
abstracto. El período en cuestión abarca la década del 60 y parte de la siguiente,
consumidas por el artista (Derek Jacobi) en escenarios puntualmente claustrofóbicos: su
atelier-hogar, siempre infernalmente desordenado, y una suerte de pub semiprivado
en el que compartía borracheras con sus cofrades. Algunos gays como él,
otros heterosexuales. Más o menos emparentados con las artes visuales (allí está el
fotógrafo de Vogue), decididamente cáusticos, llamativamente divorciados de los fuegos
fatuos de la fama y la farándula. Exponer tan llanamente a semejante
"celebridad" no sólo inquieta. Promueve un contacto mucho más directo con sus
obsesiones humanas y artísticas.
Al respecto, el film de John Maybury se
propone cualquier cosa menos ilustrar la vida y obra de su personaje principal.
El subtítulo (... estudio para un retrato de Francis Bacon, similar a tantos
títulos elegidos por el pintor) sugiere ya otra cosa. Lo que persigue el director son
aproximaciones, palpitaciones baconianas. Y por momentos, las alcanza. Tal vez quepa
celebrar el hecho de que no aparezcan obras de Bacon en el film (consecuencia de la
negativa de sus herederos), ya que Maybury se las rebuscó para evocarlas indirectamente.
Y todos esos rostros reflejados en ceniceros o vistos a través de vasos y botellas, con
la consiguiente distorsión, dan una medida del proverbial "retorcimiento"
baconiano que difícilmente hubiera aportado la filmación de tal o cual pintura original.
Otros pantallazos bucean en el sacrosanto instante de "la creación". Y lo
muestran nervioso, atormentado, obedeciendo ciertamente a una misión, pero a
años luz de la alegría y la "liberación" con las que, a menudo ingenuamente,
se suele asociar a la creación artística.
A buena parte de su ruta, en este film,
Bacon la transita de la mano de George Dyer (Daniel Craig), algo así como su novio. Todo
empieza cierta noche en la que Dyer se inmiscuye en el atelier de Bacon para cometer un
robo. Pero no encuentra nada de valor pobre de él, que ignora todo acerca del
"arte" sino a Bacon que, extasiado, lo invita a compartir sus sábanas. La
relación, de aquí en más, será el vehículo de brutales contrastes: Dyer se
convertirá prontamente en una de las principales "figuras" de la obra de
Bacon... y en la primera víctima de su impiedad. El artista se le someterá en privado
(constituyéndose en una especie de esclavo sexual) y lo despreciará cruelmente en
público. Los desprecios se unirán a la drogadicción de Dyer hasta conformar un cóctel
poderoso y terminal. Más allá de los desnudos y el vocabulario, El amor es el diablo
no es un film "apto para todo público". Desordenado, decididamente no lineal,
algo engorroso, corre el serio riesgo de asemejarse a una pesadilla torturante. Allí
radica, empero, buena parte de su intensidad.
Guillermo Ravaschino
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