Volvió Leonardo Favio. Uno de los más importantes directores nacionales
vivos regresó a la pantalla grande con una versión nueva, balletizada,
de su maravilloso Este es el romance del Aniceto y la
Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más.
Y su regreso demuestra que un artista no tiene edad y que el paso del tiempo
no hace mella en una cosmovisión cuando es sincera. Aniceto es la
demostración cabal de una mirada global sobre el cine sin los aires de la
intelectualidad ni la impunidad de lo populista. Porque Favio es un
intelectual sin serlo, y es popular sin proponérselo ni subrayar su origen.
¿Quién sino él podría mezclar el ballet y la música clásica con la cumbia
sin hacer apología de una teoría cerebral ni celebrar obnubilado el supuesto
poder de la pureza del pueblo y salir airoso de semejante trance?
El
director de Crónica de un niño solo, El dependiente, Soñar,
Soñar construye su historia a partir del mismo cuento ("El cenizo", de
su hermano Zuhair Jury) que diera origen a la película de 1967. Pero como si
ésta no existiera, se anima a "modernizar" un de por si atemporal relato que
habla de las derrotas imbatibles e insuperables del hombre (en cuanto género
masculino). Una mirada sobre la masculinidad que recupera para el hombre el
sentimiento que siempre se llamó femenino. Y se agradece. Y se agradecen
esas lágrimas ante la comprensión de la pérdida, esos ojitos acuosos, ese
mentir del protagonista que ni él mismo se cree cuando dice "no vine por
ella". Aniceto, un gallito envalentonado, halla el amor y no sabe qué hacer
con él. Se deja llevar por la pasión y elije y se equivoca y pierde. Y en
esa derrota su destino se encuentra y el final queda fijado.
Filmada en un galpón-estudio, deliberadamente artificial en sus decorados,
con esos cielos de cartón pintado, ese viento de ventilador gigante que mece
los árboles y los plumerillos plantados en una calle de mentira, esas
acequias de Mendoza construidas especialmente con sus puentecitos que
parecen y no, a la vez, y paradójicamente, reales mientras se oye fluir el
agua, esas casitas de adobe encaladas donde la precariedad es un escudo y la
simpleza el dominio, la ficción parece entregar más vida que cualquier
realidad.
Favio
filma como pocos el sentimiento y consigue transmitirlo en los primeros
planos de unos rostros que con su sola presencia cuentan lo que les pasa sin
hablar. La bravuconada ingenua y animal de Hernán Piquin, la inocencia
frágil de Natalia Pelayo, la sensualidad descarada de Alejandra Baldoni, en
apenas gestos, posturas, miradas es un regalo a la inteligencia del
espectador que debe construir lo que los escuetos y precisos diálogos apenas
aportan (esos decires tan provincianos que traen la oralidad y demuestran el
oído de un escucha atento) y sumarlo a lo que los cuerpos entregan en
la danza.
Tan
complicado siempre de filmar el ballet, no causa asombro que la ignorancia
asumida por parte del cineasta se vuelva virtud, y uno pueda ver, como pocas
veces en el cine, escenas de danza que transmiten (sentimientos, emociones,
razones) sin recurrir a los cortes ni precisar para la concreción de tal fin
la edición posterior en la mesa de montaje. Si hasta las riñas de gallos
–que
aquí alcanzan un juego de comparativa crucial y anticipatorio simbólicamente–
se puedan pensar como ballets coreografiados.
Como
cuadros vivos, la puesta en escena consigue subyugar y atrapar la atención
con una sencillez que abruma ante tanta pedantería y tanto efecto mal usado
a los que estamos (mal) acostumbrados.
Sin ser la obra más lograda de semejante creador, Aniceto es una
exquisitez que todos mereceríamos degustar y que demuestra que cuando el
corazón y el cerebro se dan la mano no son necesarias las moralinas
ejemplificadoras ni las palabras altisonantes ni la pedantería
intelectualosa; para sentir basta sentir. Y vaya si es difícil. Y vaya
si Favio no lo presenta como lo más sencillo del mundo.
Javier Luzi
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