Ventura Pons es uno de los más importantes directores catalanes. Sin
embargo, y excluyendo una retrospectiva completa de su obra realizada años
atrás en el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, su
filmografía es poco conocida en la Argentina. Anita no pierde el tren
ofrece la oportunidad de acercarse a su cine. Aunque no es, en absoluto, su
mejor exponente.
Se trata de una comedia dramática protagonizada por una mujer que, después
de treinta y cinco años de trabajar como “taquillera” (léase: encargada de
la boletería, quien vende las entradas del cine), es obligada a jubilarse.
Sin previo aviso y algo engañada, regresa de sus vacaciones y se encuentra
con que el cine de barrio en el que ha pasado su vida fue derribado para
construir un moderno complejo de multisalas en el que no tendrá cabida.
Anita (Rosa María Sardá) aprendió a ver el mundo a través de las películas y
de la gente que concurría a la sala y, aunque hubiese preferido ser actriz,
no deja de resaltar las bondades de ser taquillera. Le gusta su trabajo y no
quiere cambiar su rutina, así que casi sin darse cuenta comienza a concurrir
diariamente al descampado donde ahora un grupo de obreros construye sin
parar. Como Anita misma declara, es “el primer año de una nueva era” porque
“el excavador ha entrado en mi vida”. En este punto se sitúa el comienzo de
la narración, en el que el personaje da pie al flashback que relatará
su encuentro amoroso con un fornido obrero de la construcción.
El film apunta principalmente a la comicidad y a la complicidad con el
espectador. Y en este plan, no todos los recursos son efectivos. Resultan
graciosas algunas conductas de Anita, ciertos diálogos con su vecina, sus
apuntes sobre ser taquillera o sobre los tipos de público que visitaba
el cine. Pero también cae en varios lugares comunes.
Igualmente recurrentes son los sueños y pesadillas y las situaciones que
ocurren sólo en la imaginación de la protagonista. La relación misma con el
obrero por momentos parece fruto de su mente y carece de interés, ya que
éste casi no emite palabra y la información a la que accedemos está
filtrada por los ojos de Anita. Asistimos a la módica revelación de que
él “es un hombre casado”, y a los encuentros sexuales que se repiten cada
noche. El recurso de mirar y hablar a cámara para referirse directamente al
espectador puede ser novedoso y acertado una, dos, tres veces... después ya
no. Sobre el final, vuelve a aflorar la pasión de Anita por el cine y pasa
de querer asumir el rol de “la amante” y tramar una venganza, a pensar en
perseguir al excavador de construcción en construcción, y hasta se
convertirá en la Greta Garbo española para un “The End” a puro romance.
Finalmente, la película concluye en un tono menos delirante, más emotivo y
terrenal. A esta altura
resultan
evidentes,
aunque no por ello menos ciertas,
las reflexiones que sobrevolaban
al film sobre el amor, el trabajo y las oportunidades de volver a empezar
después de los cincuenta (“no perder el tren”: no dejar pasar la
oportunidad, de allí el título). En este sentido, la actuación de Rosa María
Sardá es muy convincente, impecable. Sin ella, Anita no pierde el tren
hubiera perdido a uno de sus mayores –si no el mayor– de sus atractivos.
Yvonne Yolis
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