Esteban
Sapir apareció en el cine argentino con su opera prima Picado
fino, una película que data de 1993. Su irrupción dividió aguas: lo que alejaba a un público que no
comprendía de qué iba la historia y mucho menos las elecciones formales,
acercaba a otro público (y especialmente a la crítica) a pensar genealogías,
historicidades, nuevas viejas búsquedas y la creación siempre a la mano de
un nuevo cine argentino. Hoy, catorce años después, con la esperada La
antena (filmada en 2004) los riesgos del director se multiplican, a la
vez que podemos observar que aquello que se conoce como estilo autoral
es toda una marca que se mantiene y potencia en el cine de Sapìr.
En un mundo sin
voz que es un futuro con evidentes resabios del pasado (lo que se llama
retrofuturista), donde la autoridad descansa en manos del Sr. TV, se
cierne un peligro que ampliará la dominación existente y que casi nadie
(están todos sojuzgados por un sistema totalitario con aires de
libremercadismo) advierte.
La antena
es un film mudo (si las palabras en Picado fino son acotadas, acá se
llega al extremo de su casi desaparición), en blanco y negro, en el que
apenas se oyen unas pocas frases emitidas por un par de personajes y dos
bellísimas canciones. El resto es un sinnúmero de carteles que refuerzan,
designan o aclaran las acciones que se suceden, cuando no se insertan
directamente interactuando con las mismas. Y una música (genial banda sonora de
Leo Sujatovich) siempre presente, clara protagonista a la hora de crear
climas, o embellecer –aun más– unas imágenes que son producto de un
complejo trabajo de digitalización y posproducción, cuyo mayor logro es
pasar desapercibido al punto de lograr que creamos los escenarios como
reales.
Con mano maestra
Sapir utiliza la estética del cine mudo en todos su procedimientos formales
y de actuación, poblando la pantalla de iris, fundidos, cortinillas,
barridos, sombras y claroscuros, pero con la plena conciencia de sus efectos
y no con un mero afán esteticista. Lo mismo sucede con los actores, que
debieron abandonar sus voces para apoyarse en los gestos y el cuerpo como
nunca antes. La mezcla de tendencias cinematográficas va desde el
expresionismo alemán hasta el realismo soviético, pasando por la vanguardia
de los ’20; los homenajes-citas abundan (a Georges Mèliés, a Metrópolis,
a la saga del Dr. Mabuse) y todo se conjuga para crear el verosímil de este
mundo donde los miembros de una familia (abuelo y padre inventores
desempleados, ex esposa enfermera), junto a los pequeños Ana y Tomás –Ana y
Tomás son los nombres de los protagonistas de Picado fino–, este
último ciego, intentarán vencer al Sr. TV (Alejandro Urdapilleta), que ha
urdido un plan para quedarse con las palabras de todo el pueblo merced a la
colaboración –por la fuerza– de La Voz (Florencia Raggi), madre del pequeño.
La historia
remeda un poco a todas esas intrigantes primeras cintas sobre científicos
locos con planes más locos aun para apoderarse del mundo; cintas que hoy en
día, en este país, pueden ser leídas simbólicamente sin cargar por ello las
tintas ni exagerar las interpretaciones. Signos que por otra parte pueblan
el texto fílmico: “el silencio es hereditario” (esto se oye decir ante
la posibilidad de que se sepa algo que debe permanecer oculto), las fuerzas
de choque que actúan como grupos paramilitares, las siglas CCPC (que evocan
el nombre de la URSS en ruso) en la escafandra de Tomás y el pin comunista
en el gorro del inventor, la TV capitalista y la publicidad permanente, la
cruz gamada donde se ubica a La Voz y la estrella de David donde descansa el
pequeño “salvador” son algunos ejemplos.
También hay que
decir que abundan (aunque no dañan) ciertas simplificaciones, y que extrañan
algunas “esfumaciones” de personajes: el malo humano se desdibuja bastante
en beneficio de un trío de bandidos que se arroga la potestad maléfica y
cuyo jefe es una especie de animal antropomorfizado, mientras que el hijo
del Sr. TV (Valeria Bertuccelli) directamente parece haberse perdido en la
mesa de montaje.
Por si fuera
poco el riesgo, la creatividad, la inteligencia y el sentimiento que la
película entrega, también se permite esbozar una especie de programática
sobre la creación artística: la imagen, la escritura y la música, parece
decirnos desde un comienzo –y lo refuerza en el final–, son en su conjunto
los principales elementos formadores del cine. El soporte audiovisual del
presente vuelve a sus fuentes originarias y se regenera, para ofrecer un
producto de una modernidad futurista apabullante.
Javier Luzi
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