No es
incondicional mi admiración por Sokurov. Después del deslumbramiento de
Madre e hijo, encontré su filmografía muy despareja y Taurus, una
frustración. En Padre e hijo volví a apreciar la veta intimista, que
explora con excelentes resultados. Y entre sus mediometrajes documentales,
en Una vida humilde logra un retrato hermoso y conmovedor, que no
consigue en Dolce. Pero siempre es interesante su elaboración sobre
la imagen, la fotografía, el plano, por eso celebro el estreno de El arca
rusa, una de las películas más originales y creativas en lo que va del
(pobre) 2003.
La primera
referencia obligada es acerca de su aspecto técnico, pues se trata del
primer film en toda la historia del cine íntegramente filmado en una sola
toma; es decir que se rodó en los 96 minutos de tiempo real en que
transcurre la película, sin un solo corte, sin montaje alguno. Esto supera
el ya paradigmático ejemplo de Festín diabólico (o La soga) de
Hitchcock, que fue filmada en la que se supone es una toma, aunque en
realidad Sir Alfred tuvo que cambiar de rollo varias veces, disimulando los
cortes. La tecnología digital ha hecho posible que Sokurov filmara sin
cortes y en alta definición: la cámara al hombro mandaba toda la información
a un disco rígido con una calidad de imagen muy superior a la del video
convencional, y se la transfirió más tarde a un negativo de 35 milímetros.
Pero no es
aconsejable distraerse con el virtuosismo técnico del film: El arca rusa
es un homenaje al museo del Hermitage de San Petersburgo y a la Rusia
zarista. Y constituye además un maravilloso monumento visual que excede todo
contenido ideológico o referencia a la tecnología.
El museo del
Hermitage ocupa hoy un conjunto arquitectónico compuesto por varios
edificios imperiales que incluyen el Teatro Hermitage y el Palacio de
Invierno que habitaban los zares en los siglos XVIII y XIX, obra de Pedro el
Grande, y donde Catalina II colgó su colección de pinturas en 1764. Allí
tuvo lugar la revolución bolchevique de octubre de 1917, allí se soportó
durante casi tres años el sitio de los nazis a la ciudad, y hoy es uno de
los museos más importantes del mundo. San Petersburgo cumple 300 años y
Sokurov le rinde homenaje en este film.
Su cámara
entra al museo por una puerta trasera y desde allí, con muy pocos momentos
de reposo, recorre pasillos, sube y baja escaleras, atraviesa más de treinta
salones, vuelve sobre lo recorrido, todo en un único plano secuencia. Pero
el viaje no sólo es espacial, sino que en ese mismo plano recorre los
últimos 300 años de la historia de Rusia, que tuvieron en ese Palacio su
centro de poder. Como en muchos de sus films, la imagen aparece acompañada
por un narrador o una voz en off, la de un personaje de nuestros días
preguntándose qué hace en ese lugar, poblado por gran cantidad de personajes
vestidos como en épocas pasadas. Nadie parece percibirlo, excepto un hombre
cuyo traje denota que no es contemporáneo del resto. Se trata de un noble y
diplomático francés, quien se muestra tan sorprendido como el narrador –cuyo
punto de vista comparte la cámara, o el mismo Sokurov– de hallarse en esos
salones, y de hablar ruso. Esa suerte de Virgilio confundido lo guía por los
distintos círculos o salones del Hermitage que conforman este arca rusa,
reservorio de las creaciones, del espíritu y la identidad de un país. ¿Se
trata de un sueño? ¿Son fantasmas? La cámara-narrador y su interlocutor
comparten un recorrido espacio-temporal, mientras cruzan filosos e irónicos
diálogos sobre la historia y la mentalidad rusas. Los tesoros artísticos que
desfilan ante nuestros ojos son notables: varios Rembrandt, El Greco, Van
Dyck, pintura medieval, italiana, la lista es interminable. El viaje
temporal no sigue un orden cronológico, sino que las distintas capas del
pasado se extienden, se pliegan, se superponen. Vemos en escenas privadas a
Pedro el Grande, fundador de la ciudad, a la emperatriz Catalina II la
Grande supervisando el ensayo de una obra de teatro, a Nicolás I en una
ceremonia diplomática con toda su plana mayor, al último zar, Nicolás II,
desayunando en familia mientras afuera estalla la revolución, y estas
escenas alternan con momentos del siglo XX y XXI: en una ocasión, los
itinerantes acceden a un salón en el que personas actuales, reales, visitan
el museo y contemplan sus cuadros mientras el francés dialoga con ellos; en
otra oportunidad, atraviesan una puerta prohibida y se encuentran en un
exterior helado, donde un carpintero fabrica su propio ataúd, rodeado de
ruinas y marcos sin telas (esa fue la época socialista, cuando San
Petersburgo se llamaba Leningrado; esa fue la guerra). Los distintos
momentos históricos se suceden fluidamente sin orden lógico, a la manera de
un sueño, o al modo en que en una misma pared del museo conviven cuadros de
épocas diferentes.
Para concretar
su proyecto, Sokurov convocó a tres orquestas y más de mil actores y extras
que ensayaron durante varios meses con la colaboración de 22 asistentes de
dirección, quienes marcaban a cada paso la entrada y salida de los actores,
a lo largo del recorrido de la cámara, que en ocasiones vuelve sobre sí
misma en giros de 180º grados. Un mecanismo de relojería, que funcionó como
tal. El director de fotografía y operador de steadycam es el alemán
Tilman Büttner, fotógrafo de Corre Lola corre, otro tour de force
camarográfico.
El viaje
culmina en 1913, en un baile de gran gala en el que participan cientos de
personajes en una coreografía majestuosa, al son de la música de Glinka.
Más allá de lo
novedoso de su realización, el interés por El arca rusa radica en que
continúa las inquietudes intelectuales de Sokurov. Discípulo declarado de
Tarkovski, prosigue en este film las investigaciones sobre las posibilidades
de la imagen, que había dado planos tan sorprendentes en Madre e hijo.
Por otra parte, Sokurov es un romántico que vuelve a reflexionar sobre la
historia de Rusia (estudió Historia en la universidad), como antes en
Moloch –sobre el ocaso de Hitler–, Taurus –los últimos días de
Lenin y su tensión con Stalin– y en Voces espirituales –crítica de la
presencia soviética en Afganistán–. En esta oportunidad, el cineasta no
oculta su nostalgia por la época zarista, y su espíritu crítico hacia el
período socialista; además cuestiona la dependencia rusa de la cultura
europea y reflexiona sobre su lugar de tensión entre Europa y Asia: “los
rusos no tienen ideas propias (...) No me gustan los uniformes”, se escucha
mientras vemos desfilar cientos de ellos por los salones del Hermitage,
denotando la importancia de la oficialidad rusa durante el sistema zarista.
El pueblo, mientras tanto, como todo orgánico, está ausente. Cuando
salimos del museo, en una maravillosa e hipnótica procesión de cientos de
uniformes y damas de la corte que dejan atrás una era que se acaba, y
esperamos ver las calles transitadas, es el mar lo que encontramos. En ese
mismo Palacio de Invierno, Sergei Eisenstein había filmado Octubre,
su tributo a la revolución de 1917. El film de Sokurov se instala en el otro
extremo, no sólo en cuanto a las cuestiones de montaje, sino a la posición
ideológica: ahí está –entre otros– ese “momento perfecto” en que las hijas
del zar corren bellísimas, idealizadas como ninfas, por los pasillos del
Palacio. Al director no le preocupan las acusaciones de reaccionario que
llueven sobre él.
Otro tema que
reitera es su interés por el arte: el recorrido de los museos ya había
tenido una primera aproximación en Elegía de un viaje, que culminaba
con la visita a un museo de Holanda y fue una suerte de ensayo de El arca
rusa.
Y por fin el
tratamiento del tiempo, protagonista del film junto con el espacio, continúa
las exploraciones temporales que aborda de una u otra manera en toda su
obra. El film transmite la sensación que se tiene cuando se entra en
cualquiera de los grandes museos de Europa: el pasaje a otra realidad, a un
tiempo otro que el presente cotidiano. En lugar de la representación
indirecta del tiempo que construye el montaje, todo este film constituye una
imagen-tiempo en la que presente y pasado conviven simultáneamente. Se
siente el fluir del tiempo en el plano, para usar palabras de
Tarkovski. Un tiempo que tal vez nos lleva a una catástrofe. No es casual
que la película termine disolviéndose en la imagen del mar rodeando el Arca,
mientras el narrador dice resignado: “Estamos destinados a navegar para
siempre.”
Josefina Sartora
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