Cuando el director Richard Donner reunió a Mel Gibson y Danny Glover para la primera Arma
mortal, allá por 1986, no se imaginó que estaba inaugurando una de las sagas más
rentables de la historia cinematográfica. La segunda y la tercera parte de las
desventuras de los sargentos Riggs y Murtaugh fueron cada una más taquillera que la
anterior. Hoy llega la cuarta y todo indica que los números le seguirán sonriendo.
Finanzas al margen, era de esperar que, con el tiempo y la reiteración, de los aciertos
iniciales apenas quedasen pálidos reflejos. Que esa química simpática que amalgamó a
la dupla protagónica deviniera en chistes rutinarios. Y que todo el resto se nutriera de
los viejos trucos para rellenar que el productor Joel Silver conoce de memoria.
Para el film original Donner hizo de
Martin Riggs (Gibson) un policía relativamente original: su insuperable arrojo era la
consecuencia de la muerte de su esposa, que lo agobió tanto que no valoraba su propia
vida más que la de los criminales que se le ponían enfrente. Ese frenesí ponía loco a
Roger Murtaugh el negro buenazo que sólo aspiraba a retirarse sano y salvo
con las consabidas consecuencias en términos de "pareja despareja". La segunda
versión introdujo a Joe Pesci como Leo, el amigote de los policías. En la tercera
apareció Lorna (Rene Russo) para enamorar a Riggs. Arma mortal 4 los tiene a
todos. Y también ofrece un par de novedades módicas. Lorna está embarazada de Riggs y
la hija de Murtaugh de Lee Butters (Chris Rock), el detective "junior" que se
aúna a los protagonistas. Hay una banda de contrabandistas chinos que abreva en las
típicas fabricaciones de posguerra fría: gélidos, inexpresivos, algo
talentosos para las artes marciales, poco y nada para la actuación.
Así las cosas, lo que ofrece Arma
mortal 4 es menos de lo mismo. Riggs no sólo espera un hijo de Lorna, también está
feliz con ella: ahora sí tiene algo que perder. Ergo, ya no se arriesga como
antes. Lo que perviven son sus gritos y esa costumbre de entablar conversaciones de
entrecasa con Murtaugh en medio de los tiroteos. Los consabidos chistes policiales, que se
gastan mutuamente los uniformados, tienen gusto a figurita repetida. Al pobre Butters le
han exprimido hasta la última gota de las chanzas que habilita su apellido (juegos de
palabras en inglés que han de pasar inadvertidos entre los argentinos). La gracia de Leo
se ha desvanecido en el camino. Flamante detective privado un oficio que ni él se
toma en serio, soporta una y mil humillaciones de los dos sargentos. Cómo será la
cosa que Donner, para "redimirlo", le concedió una secuencia sensible
(sobre el final, en el cementerio) infestada de cursilerías.
Los asiáticos no son todos
contrabandistas. Corrección política mediante, hay una familia increíblemente cándida
que recibe asilo en el hogar de Murtaugh. Y en torno del bebé de Riggs se ha armado una
historia digna de fábulas puritanas. La futura mamá, en efecto, desespera por formalizar
con su pareja antes de dar a luz. A tal punto que demorará el alumbramiento hasta que
aparezca un cura ¡o un rabino! para desposarlos.
Guillermo Ravaschino |