En
este espectáculo mega-épico ideado por James Cameron, los avatares son una
suerte de humanoides, creados en laboratorio a partir de la unión de ADN
humano con ADN Na’vi, pueblo de gigantes guerreros azules, habitantes de la
luna Pandora. El Hombre, en su necesidad de encontrar nuevas fuentes de
energía, ha llegado hasta ese remoto lugar de la galaxia. Allí planea
avanzar sobre la población nativa para despojarlos de un mineral costosísimo
que reside en su subsuelo. Puesto que a los terrícolas les es imposible
respirar el aire de Pandora, es necesario que los avatares, controlados a
distancia por los respectivos seres humanos que brindaron su ADN para
crearlos, se infiltren entre los Na’vi
y consigan de ellos la información necesaria para que la avanzada militar
sea exitosa.
Jake
Sully (Sam Worthington), un ex marine lisiado, llega a Pandora para
reemplazar a su hermano gemelo muerto, ya que posee su mismo ADN. Debe
infiltrarse entre los nativos, contactar a su avatar y reportar los descubrimientos, tanto al
comando militar como al equipo de científicos comandados por la Dra. Grace
Augustine (Sigourney Weaver).
El
menos avezado de los espectadores no tarda en adivinar que los Na’vi le
enseñarán a Jake una concepción del mundo radicalmente nueva. Le mostrarán
cómo respetar y ser uno con todo lo que lo rodea; Jake descubrirá
valores profundos, una nueva y ecológica religión, y encontrará el amor en
la bella princesa Neytiri. También se entrevé de lejos que Jake habrá de
enfrentar a su propia raza y luchar junto a los Na’vi para preservar su
maravilloso mundo.
Claro
que el argumento no es el fuerte de esta película, pero tampoco es su mayor
problema. La historia de la conquista y descubrimiento de un nuevo mundo se
ha visto una y mil veces, y no por eso es menos atractiva. El gran problema
aquí es la metáfora… que no es tal. De la sutileza de la figura retórica
poco ha quedado. Sentido literal y sentido figural se han vuelto uno. O casi
uno. Las comparaciones no se sugieren, se explicitan: que la conquista del
Oeste americano, que la avanzada militar sobre Irak, que la matanza de los
indígenas americanos, que la destrucción del equilibrio ecológico, que la
explotación de los recursos naturales, etc., etc., etc. Corrección política
siempre sazonada con altas dosis de destreza tecnológica.
No
quedó lugar alguno para el libre juego de imaginación/entendimiento por
parte del espectador. Nada de asociar aleatoriamente, nada de buscar
conexiones ocultas. Nada que reverbere después de ser visto. Todo ha sido
debidamente masticado y puesto sobre la superficie. Carteles de luminosa
fosforescencia nos indican el camino.
Si de
espectacularidad se trata, Cameron no defrauda. El mundo de Pandora fue
creado para ser visto en 3D: a diferencia de la mayoría de las películas en
este formato, Avatar no necesita arrojar nada sobre la cara del
espectador para conseguir que el efecto tridimensional se vea. Su
utilización es impecable. Las imágenes, llenas de colores incandescentes,
criaturas fantásticas y paisajes soñados, relucen como oro y encontraron en
el 3D su forma de expresión más cabal. En las manos de Cameron, el mundo
virtual y el mundo real se imbrican sin tropiezos, haciendo gala de una
técnica ajustada al servicio de la narración.
Tal
vez sea porque aún no estamos acostumbrados a este tipo de cine pero, a
pesar de la espectacularidad de las imágenes y de la belleza exótica de ese
paraíso virtual, tendemos a buscar rastros de realidad en ese mundo. No
logramos conectarnos plenamente con esos avatares, no sentimos plena empatía
con ellos, no percibimos química entre la pareja protagónica; en definitiva,
al cabo de un par de horas largas frente a esos dos mundos –real y virtual–
terminaremos por no creernos a ninguno de los dos.
No hay edén generado por computadora que pueda resultar más asombroso y
desconcertante que nuestro mundo (con todas sus fallas). Es por eso que, en
muchas ocasiones durante la película, la imagen de una acción banal, como la
del Jake humano poniéndose crema de afeitar en su rostro frente a un espejo,
tiene una fuerza, una intensidad de la que la virtualidad de un avatar
gigante, haciendo un salto acrobático, carece sin remedio.
Marina Locatelli
|