El punto de partida de Bajo la arena, ciertamente intrigante, me
recuerda al de Búsqueda frenética (Roman Polanski,
1988), que exponía la desaparición de la esposa de un médico poco
después que ambos, provenientes de San Francisco, aterrizaban en París.
Acá se trata de un suceso igualmente misterioso, que no deja pistas.
Sólo que el que desaparece es él, y a la que seguimos es a ella, magníficamente interpretada por la británica Charlotte Rampling
(veterana, hermosa, siempre cambiante).
La pareja está tomando sol en una
playa de provincias cuando Jean decide internarse en el mar. Marie, en
tanto, elige dormir una siesta. Cuando despierta, ya no lo encuentra...
Ahora bien: lo que Marie enfrenta es
algo más que la
inesperada muerte de su marido bajo el agua (cosa que cualquier conjetura
sensata parece confirmar).
Por un lado está la ausencia del cadáver, ya que ni el
cuerpo ni las ropas aparecen por ningún lado. Marie se queda triste y sola, pero no libre,
nunca termina de dudar, y empieza a ser objeto de un proceso desgastante. En
torno de este "agujero" el
propio Ozon (un tipo de 33 años que se está poniendo muy de moda, y de
quien hace poco vimos Gotas que caen sobre las rocas calientes)
ubica el núcleo de sus inquietudes temáticas cada vez que charla de este
film con los periodistas. Incluso confesó que lo desvela una pregunta que
me atrevo a reconstruir así: ¿qué pasa cuando la muerte, por ausencia
de cadáver, recupera su carácter puramente trágico, enigmático, inextricable?
Al mismo tiempo, parece evidente que a
Marie le faltaba algún tornillo desde antes. En otros términos: que
tenía
lazos demasiado frágiles con el mundo exterior. Esto no lo dijo Ozon; lo sostengo yo, un
espectador de su película. De otro modo no podría explicarse su
disposición a delirar y alucinar como aquí lo hace. Pues
bien, la historia no sólo presupone esa suerte de locura en
Marie... sino que al mismo tiempo la escamotea: la niega, no se refiere a
ella. Lo que se desprende es una, y no podría ser otra idea: al calvario de Marie
lo produjo la singular muerte de su marido, y ninguna otra cosa.
En otras palabras: lo que ocurre es que esa "muerte abstracta",
la que desvela a Ozon, se le vino encima. ¡Claro, si era de esto de lo
que quería hablarnos el realizador! Pero hay maneras...
Se ha dicho que la sombra de Alfred
Hitchcock se percibe saludablemente en Bajo la arena. No tanto. Es
verdad que, durante un rato, el soberbio uso de ciertos recursos formales
(cólores lóbregos, entrega de información en dosis homeopáticas)
revive ciertos rasgos del estilo del maestro. También el clima general del primer tramo del film, que impone la sensación de que hay que estar
muy atentos para no perderse datos claves que se presienten próximos.
Pero Hitchcock desplazaba las cuestiones metafísicas; y casi nunca usaba un
clima, ambiente o falsa pista que (aunque fuese abierto y sugestivo en un
comienzo) no desembocase al fin en una explicación fáctica, o
psicológica, hija de la racionalidad.
Volviendo al personaje de Rampling,
justamente a poco de la tragedia empieza a
ver a su marido nuevamente, que se le aparece en casa –siempre estando
sola– y con quien habla de tal forma que es como si nunca lo hubiese
perdido. Durante dos minutos uno no descarta que sea Jean,
en carne y hueso, el que está allí, y que su muerte no haya sido más
que una
puesta en escena montada por el matrimonio (para obtener alguna clase de
beneficio económico, por ejemplo). Pero no, ustedes ya saben que no se
trata de eso.
Bajo la arena no funciona (ni se lo propone) como thriller de
enigma, pero tampoco como thriller psicológico, puesto que esquiva las
puertas de entrada al carácter y el pasado de su
protagonista. Queda en pie, sí, como "planteo metafísico".
Pero acá se nos presenta otro obstáculo. Las apariciones de Jean
son tan triviales y realistas que el abstracto Enigma de la Muerte
(juraría que Ozon se lo figura así, con mayúsculas) vuelve a derivar
en una cosa muy concreta, muy corpórea y, por lo tanto, inverosímil.
Ahora pienso en Repulsión, otra
película de Polanski (su segunda, rodada en Londres en 1965), en la que
Carol Dunlop (Catherine Deneuve) tambíen tenía lazos "demasiado frágiles".
¡Pero sus alucinaciones eran cualquier cosa menos prolijas
representaciones realistas! Tenían las formas que podríamos asociar
con alguna manifestación de la psicosis. Y por supuesto, venían a
justificarse (abiertamente, pero a justificarse al fin) en el inolvidable
desenlace que dispuso Roman. El fantasma de Bajo la arena no. Es
pesado, gordo (tanto como Bruno Cremer, en la foto que encabeza estas
líneas), y no resulta útil para alumbrar las procesiones interiores de su atribulada
esposa... sino para taparlas.
Otra película con ambiciones, plena
de sugestivas formas y, a la vez, sumamente arbitraria. Caprichosa,
frágil. Que se estanca en más de un tramo, que
no termina de cerrar, que exaspera más de lo que inquieta.
A este tipo de propuestas se las tildaba de pretensiosas. Eso es.
Guillermo Ravaschino
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