La belleza de Venus es el nombre del salón de belleza adonde transcurre esta
comedia costumbrista, íntima y romántica, cuyo enorme éxito en Francia debe estar
emparentado con las arraigadas tradiciones de este rubro en aquel país. En el salón
trabajan la protagonista, Angèle (la aún atractiva y seductora Nathalie Baye, que acaba
de pisar los 50 pero acusa diez años menos) y dos chicas mucho más jóvenes: Marie
rostro angelical, muy inocente y Samantha, que se toma su tiempo para
desmentir la rudeza que sugiere a primera vista. Nadine, ya sesentona, es la propietaria y
jefa, caracterizada por un agudo instinto comercial y un aire maternal hacia sus
empleadas.
La historia está centrada en Angèle
pero abarca de algún modo al resto de los personajes. Que comparten lo que, más o menos
puntualmente, compartimos todos: la búsqueda de un amor que se presenta esquivo, cruel,
escurridizo, conflictivo o frágil. Y que sólo a veces llega para quedarse. A Angèle se
la percibe veterana de muchas guerras si se me permite la expresión, una o
varias de las cuales le dejaron cicatrices que no acaban de cerrar. Es mérito de la
directora Tonie Marshall (y de la propia Baye, por cierto) que la postura, los gestos y
especialmente la mirada de Angèle, más que sus palabras, sugieran que un aciago día
decidió "no enamorarse más". Claro que tales cosas nunca pueden decretarse. A
poco de empezar el film, un desconocido llamado Antoine se le cruza en el camino para
anunciarle, con ímpetu de adolescente, que está perdidamente enamorado de ella y
dispuesto a abandonarlo todo, novia veinteañera incluida. ¿Será este el gran amor que
Angèle estuvo esperando sin darse cuenta? ¿Podrá enfrentarlo?
Del salón de belleza hay que decir que
está muy bien puesto: se lo siente real. La historia entra y sale literalmente de allí
con Angèle, sus compañeras, un puñado de clientas encargadas de dar la nota cómica (no
siempre con fortuna) y algunos hombres que se acercan para iluminar el tema.
Jacques, uno de esos amantes que ya no son lo que eran y tampoco terminan de
convertirse en ex complementa el retrato de la protagonista, mientras que
un anciano encantador (deliciosa composición de Robert Hossein) promoverá la
transformación en mujer de Marie, la muchachita angelical. El salón también encarna
metafóricamente los vaivenes de los personajes. Cremas y cósmeticos, masajes y cama
solar: Venus es el reducto al que acuden las mujeres para combatir, o por lo menos
contrarrestar, las heridas del tiempo. Para ponerse bellas y sentirse jóvenes. ¿No
coincide esto con los milagrosos efectos del amor? Por lo demás, La belleza de Venus
no deja de explora cierta veta obvia pero fértil que ofrecen los salones y las
peluquerías: el contraste entre la eficacia de las empleadas en cuanto consejeras
sentimentales de sus clientes... y su falta de respuestas en el plano personal.
El problema, el gran problema, es
Antoine. Hay algo esencialmente falso en el trabajo de Samuel Le Bihan, que a veces
subactúa, otras sobreactúa y siempre, o casi, desmiente con el cuerpo el enamoramiento
que sus labios dicen. Pero el problema excede lo interpretativo. Es más: al principio
Antoine está barbudo luce algo desaliñado y su esforzada seducción fluye
más o menos aceitadamente. Pero cuando Angèle le empieza a hacer lugar se convierte como
por arte de magia en un impecable señorito inglés. Bien vestido, afeitadísimo, con un
refinamiento de galán de TV. Y eso que Antoine no es un ejecutivo ni un empleado bancario
sino un escultor. El desenlace es de esta misma cepa: empalagoso, artificioso,
esteticista. Algo ha llevado a la directora a confunidr, o cuanto menos asociar, el amor
con la prolijidad. ¿Serán los tiempos?
Guillermo Ravaschino
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