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BLACK BOOK
(Zwartboek)

Holanda-Bélgica-Inglaterra, 2006



Dirigida por Paul Verhoeven, con Carice van Houten, Sebastian Koch, Thom Hoffman, Halina Reijn, Waldemar Kobus, Christian Berkel, Derek de Lint.



De la veintena de largometrajes dirigidos durante más de treinta años de carrera por el holandés Paul Verhoeven, este es uno de los apenas tres en los que también participó de la escritura del guión. Esto no significa que El libro negro tenga mejores diálogos que sus otros films o que sea superior a ellos, sino que ese dato nos habla de un grado de participación distinta en el proceso de creación y abre la puerta para establecer vínculos con las otras dos películas en las que también fue coautor del libro: El soldado de Orange y Conquista sangrienta (Flesh+Blood). Con aquella, El libro negro comparte, como el mismo Verhoeven ha expresado, el escenario de la ocupación alemana de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial, pero el papel heroico de la resistencia que presentaba la película de 1977 aquí se tiñe de connotaciones mucho más ambigüas. Los puntos de contacto entre la otra y el estreno de esta semana parecen un poco más distantes pues aquella transcurre en 1501, pero el protagonismo de una mujer deseada por dos hombres de distintos bandos, el estado de guerra ininterrumpido (y común a la mayoría de sus films), la manera en que las ideologías se confunden con -y conforman a través de- las pasiones corporales, y el perfecto funcionamiento del montaje las transforman en maquinarias de sentido rotundas y conflictivas.

La abundante carga de sexo y violencia que nutre a sus películas, el modo en que los cuerpos proliferan en la pantalla sin ocultar siquiera su sexo (más bien exhibiéndolo para destacar la propia singularidad), la crudeza de muchas de sus secuencias, pueden dar la primera impresión de que estamos ante un director interesado en explotar los más Bajos instintos (escrito así, con las mayúsculas piernas de Sharon Stone que se abren en la película homónima de Verhoeven) del ser humano e improvisar imágenes sólo destinadas al impacto inmediato y epidérmico. Nada más lejos de la verdad. Pocos directores que hayan trabajado en el ojo del huracán de la industria estadounidense de cine durante las últimas dos décadas –casi ninguno– han sido capaces de componer planos tan precisos, funcionales al sentido dramático pero autónomos y exquisitos, como el responsable de Robocop, El vengador del futuro, Invasión, etc. La nómina de títulos, más el trabajo de publicidad típico de Hollywood y la receptora pacatería común a buena parte del planeta, lo han caracterizado como un director en algunos casos banal y en otros poco menos que diabólico. La primera acusación se basa en la ya obsoleta caracterización del arte cinematográfico como un entretenimiento simple, la segunda en el intenso horror que despierta un ateo militante y lúcido en las huestes de crédulos –no ya creyentes– cuya hipocresía es delatada por los complejos argumentos de los films de este hombre.

Porque detrás del enfrentamiento entre villanos y héroes que Verhoeven reproduce junto con algunas de las más sabias convenciones narrativas del cine de géneros clásico, aparecen no pocos pliegues oscuros y detalles que cuestionan dicha estructura. En El libro negro tenemos a una heroína judía (Carice van Houten) que no sólo accede a tener sexo con un oficial nazi, sino que se enamora de él; a un líder de la resistencia con ambiciones y actitudes sospechosas que se acercan progresivamente a la traición; a cristianos que salvan la vida de otros pero manifiestan el mismo principio racista que guía a los criminales y, finalmente, a Estados que repiten sobre otros (Estados y seres humanos) las humillaciones de las que han sido objeto. Expuesto así, parece que estamos ante un mero catálogo de bajezas, un nuevo capítulo de ese libro de arena que es la Historia universal de la infamia y, con todo, Verhoeven elude siempre el miserabilismo. ¿Cómo lo hace? Rescatando el impulso vital de los personajes, depositando el desarrollo de la acción en protagonistas capaces del horror y la transgresión de todo tipo de leyes pero, también, de la generosidad y la alegría. Lo que los hace especialmente complejos es el hecho de que están moldeados por el mundo en el que se mueven y comparten la misma naturaleza que la nuestra. Eso es lo que permite y estimula, entonces, la empatía que nos despiertan y que logra, incluso, ponernos en los zapatos (y el punto de vista) de un nazi (Sebastián Koch, el mismo de la todavía en cartel La vida de los otros) en el último tramo del film, durante el cual llegaremos a desear que la pena de la que trata de escapar no se cumpla. En definitiva, si hay un sentimiento común a todos los personajes de su cine, es el de supervivencia. Esta pasión por la vida no excluye el exceso y el error, pero es claramente preferida por sobre la virtud institucional que, tarde o temprano, se revela falsa y reaccionaria.

Muchas de las películas de Verhoeven suelen tener un escenario histórico o, al menos, un ánimo bélico. En Conquista sangrienta eran las luchas feudales de finales del Siglo XV, en Robocop era la paranoia policial que los estados de ultraderecha intentan imponer en cada punto del planeta bajo el discurso de la seguridad, en Invasión la lucha de un Estado interplanetario fascista prototípico contra insectos gigantes que no hacen otra cosa que atacar en respuesta a la violación de su hábitat. En todas ellas y también en El libro negro, hay tres tipos de violencia: una institucional que es programada con un fin que escapa a la decisión e incluso a la comprensión de los propios actores, la inherente a todas las relaciones humanas –cuya metáfora mejor es el forcejeo de los cuerpos en el sexo– y a la que podríamos llamar natural, y la de los pacíficos, los reprimidos, las víctimas, que suele manifestarse todavía con más furia que la de aquellos individuos que aceptaron convivir con esa parte de sí mismos. Es esta última la que provoca, quizás, el momento más espantoso y sin duda el más repugnante de toda la película, aquel en que la multitud liberada despliega la peor de las venganzas contra los colaboracionistas y/o sospechosos de serlo. La virtud de Verhoeven al construir esas imágenes, empero, no consiste en hacerlo para sentenciarlos sino en ponernos, de nuevo, en el lugar del otro, en el incómodo punto de vista del violador de derechos cotidiano que cada uno de nosotros suele ser.

Marcos Vieytes      

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