De la
veintena de largometrajes dirigidos durante más de treinta años de carrera
por el holandés Paul Verhoeven, este es uno de los apenas tres en los que
también participó de la escritura del guión. Esto no significa que El
libro negro tenga mejores diálogos que sus otros films o que sea
superior a ellos, sino que ese dato nos habla de un grado de participación
distinta en el proceso de creación y abre la puerta para establecer vínculos
con las otras dos películas en las que también fue coautor del libro: El
soldado de Orange y Conquista sangrienta (Flesh+Blood).
Con aquella, El libro negro comparte, como el mismo Verhoeven ha
expresado, el escenario de la ocupación alemana de Holanda durante la
Segunda Guerra Mundial, pero el papel heroico de la resistencia que
presentaba la película de 1977 aquí se tiñe de connotaciones mucho más
ambigüas. Los puntos de contacto entre la otra y el estreno de esta semana
parecen un poco más distantes pues aquella transcurre en 1501, pero el
protagonismo de una mujer deseada por dos hombres de distintos bandos, el
estado de guerra ininterrumpido (y común a la mayoría de sus films), la
manera en que las ideologías se confunden con -y conforman a través de- las
pasiones corporales, y el perfecto funcionamiento del montaje las
transforman en maquinarias de sentido rotundas y conflictivas.
La abundante
carga de sexo y violencia que nutre a sus películas, el modo en que los
cuerpos proliferan en la pantalla sin ocultar siquiera su sexo (más bien
exhibiéndolo para destacar la propia singularidad), la crudeza de muchas de
sus secuencias, pueden dar la primera impresión de que estamos ante un
director interesado en explotar los más Bajos instintos (escrito así,
con las mayúsculas piernas de Sharon Stone que se abren en la película
homónima de Verhoeven) del ser humano e improvisar imágenes sólo destinadas
al impacto inmediato y epidérmico. Nada más lejos de la verdad. Pocos
directores que hayan trabajado en el ojo del huracán de la industria
estadounidense de cine durante las últimas dos décadas –casi ninguno– han
sido capaces de componer planos tan precisos, funcionales al sentido
dramático pero autónomos y exquisitos, como el responsable de Robocop,
El vengador del futuro, Invasión, etc. La nómina de títulos,
más el trabajo de publicidad típico de Hollywood y la receptora pacatería
común a buena parte del planeta, lo han caracterizado como un director en
algunos casos banal y en otros poco menos que diabólico. La primera
acusación se basa en la ya obsoleta caracterización del arte cinematográfico
como un entretenimiento simple, la segunda en el intenso horror que
despierta un ateo militante y lúcido en las huestes de crédulos –no ya
creyentes– cuya hipocresía es delatada por los complejos argumentos de los
films de este hombre.
Porque
detrás del enfrentamiento entre villanos y héroes que Verhoeven reproduce
junto con algunas de las más sabias convenciones narrativas del cine de
géneros clásico, aparecen no pocos pliegues oscuros y detalles que
cuestionan dicha estructura. En El libro negro tenemos a una heroína
judía (Carice van Houten) que no sólo accede a tener sexo con un oficial
nazi, sino que se enamora de él; a un líder de la resistencia con ambiciones
y actitudes sospechosas que se acercan progresivamente a la traición; a
cristianos que salvan la vida de otros pero manifiestan el mismo principio
racista que guía a los criminales y, finalmente, a Estados que repiten sobre
otros (Estados y seres humanos) las humillaciones de las que han sido
objeto. Expuesto así, parece que estamos ante un mero catálogo de bajezas,
un nuevo capítulo de ese libro de arena que es la Historia universal de
la infamia y, con todo, Verhoeven elude siempre el miserabilismo. ¿Cómo
lo hace? Rescatando el impulso vital de los personajes, depositando el
desarrollo de la acción en protagonistas capaces del horror y la
transgresión de todo tipo de leyes pero, también, de la generosidad y la
alegría. Lo que los hace especialmente complejos es el hecho de que están
moldeados por el mundo en el que se mueven y comparten la misma naturaleza
que la nuestra. Eso es lo que permite y estimula, entonces, la empatía que
nos despiertan y que logra, incluso, ponernos en los zapatos (y el punto de
vista) de un nazi (Sebastián Koch, el mismo de la todavía en cartel La
vida de los otros) en el último tramo del film, durante el cual
llegaremos a desear que la pena de la que trata de escapar no se cumpla. En
definitiva, si hay un sentimiento común a todos los personajes de su cine,
es el de supervivencia. Esta pasión por la vida no excluye el exceso y el
error, pero es claramente preferida por sobre la virtud institucional
que, tarde o temprano, se revela falsa y reaccionaria.
Muchas de
las películas de Verhoeven suelen tener un escenario histórico o, al menos,
un ánimo bélico. En Conquista sangrienta eran las luchas feudales de
finales del Siglo XV, en Robocop era la paranoia policial que los
estados de ultraderecha intentan imponer en cada punto del planeta bajo el
discurso de la seguridad, en Invasión la lucha de un Estado
interplanetario fascista prototípico contra insectos gigantes que no hacen
otra cosa que atacar en respuesta a la violación de su hábitat. En todas
ellas y también en El libro negro, hay tres tipos de violencia: una
institucional que es programada con un fin que escapa a la decisión e
incluso a la comprensión de los propios actores, la inherente a todas las
relaciones humanas –cuya metáfora mejor es el forcejeo de los cuerpos en el
sexo– y a la que podríamos llamar natural, y la de los pacíficos, los
reprimidos, las víctimas, que suele manifestarse todavía con más furia que
la de aquellos individuos que aceptaron convivir con esa parte de sí mismos.
Es esta última la que provoca, quizás, el momento más espantoso y sin duda
el más repugnante de toda la película, aquel en que la multitud liberada
despliega la peor de las venganzas contra los colaboracionistas y/o
sospechosos de serlo. La virtud de Verhoeven al construir esas imágenes,
empero, no consiste en hacerlo para sentenciarlos sino en ponernos, de
nuevo, en el lugar del otro, en el incómodo punto de vista del violador de
derechos cotidiano que cada uno de nosotros suele ser.
Marcos Vieytes
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