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BLADE 2
Estados
Unidos,
2002 |
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Dirigida por Guillermo del Toro, con Wesley Snipes, Kris Kristofferson, Norman Reedus, Leonor Varela, Ron Perlman, Luke
Goss.
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Secuela de una adaptación de los comics de la Marvel
muy mal recibida por la crítica y que anduvo muy bien de taquilla, Blade
2 se deshace de un tal Stephen Norrington como director y ficha a
Guillermo del Toro, director bifronte, aunque siempre encuadrado en el
territorio del fantastique, que compagina con naturalidad
propuestas revestidas de un aura de trascendentalidad con otras
premeditadamente triviales. Tras haber transitado de los trabajosos
ambientes góticos de Cronos (1993) a la estética B-Series
de Mimic (1997), se descolgó con un frío e insatisfactorio
experimento casi melodramático cofinanciado por Almodóvar (Agustín, el
hermano), rodado en España y con un reparto mayoritariamente español,
preparado para su estreno internacional (inesperado y relativo fracaso),
titulado El espinazo del diablo (The Devil’s Blackbone,
2000). Para sorpresa de entomólogos y cinéfilos comodones Del Toro
aceptó hacerse cargo de la secuela de Blade (Stephen Norrington,
1998), una opción de indudable riesgo de la que el director no ha salido
incólume.
La empresa de resucitar a este cazador de vampiros encarnado por Wesley
Snipes se presentaba como un trabajo kamikaze, sólo explicable
desde postulados económicos. La adaptación previa tampoco había
satisfecho a los seguidores del comic de la Marvel, y Del Toro parece
optar por la vía de desconectar lo más posible no sólo de la
película precedente, sino también del guión de esta, que firma el mismo
que escribió la primera parte. De esta manera, el grueso de la película
es un desfile de peleas al ritmo violento de las canciones de Roni Size,
Groove Armada, Ice Cube o Cypress Hill. Y por mucho que el director se
esfuerce en intentar dotarlas de su personalidad, las extremas
limitaciones que imponen las nuevas tecnologías (no hay más que ver los
títulos de crédito finales para ver qué apartado de la elaboración del
film ha convocado a más personas) terminan arruinando buena parte de las
intenciones de Del Toro. No obstante, el realizador mexicano ofrece
soluciones de puesta en escena, no diré que brillantes, pero sí por
encima de los estándares de mediocridad a los que tienen que enfrentarse
los "directores" que lidian con un género tan desagradecido
(para el artista) como este.
El guión emerge en el último tercio del film, tras haber pasado
inadvertido hasta entonces, limitándose a acumular fórmulas tan manidas
como la contratación del héroe, el pacto con el mecenas y el
enfrentamiento con el villano. No es que se nos oculte información a lo
largo de esta primera hora; es que no se nos da ninguna. El nivel de
abstracción alcanza cotas que logran que, en el caso de que alguien que
no conozca los vericuetos biográficos de la vida de Blade (aunque durante
los genéricos se ofrezca un suscinto resumen) se enfrente a esta secuela,
el espectador pueda prescindir absolutamente de la comprensión
(argumental) de la película. Porque no le queda más remedio.
Pero, tras una parte principal dedicada a los clisés, a la admiración
ante el trabajo de unos decoradores que jamás pasarán por los Oscars, a
unos efectos especiales carentes de credibilidad y a la presentación de
un saco de músculos llamado Blade con posibilidades de enamorarse de una
vampiresa llamada Nyssa (Leonor Varela), el guión pone en marcha sus
oxidados mecanismos. Es entonces cuando se agolpan las referencias
literarias y visuales, cristalizando en una curiosa combinación del mito
de Edipo y del doctor Frankenstein, cuando tienen lugar algunas de las
secuencias más bellas del film (el desenlace argumental es, por encima de
que el producto disguste –con razón– a la amplia mayoría de la
legión cinéfila, hermosísimo, y su plasmación en imágenes muy por
encima de la factura industrial de la que no logra huir el resto de la
película) y cuando un espectador de cine descubre que lo que había visto
hasta entonces no era cine. Era otra cosa. Y, por contraste, toda esa
belleza venida de una vez deja una gran amargura, porque se tiene la
sensación de haber estado perdiendo el tiempo ante una pantalla durante
demasiados minutos.
Rubén Corral
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