El bonaerense narra la historia de Enrique Orlando Mendoza, el Zapa
para los amigos, un humilde cerrajero de provincias que se convierte, por
esos azares que tiene la vida, en agente de la Policía Bonaerense.
A dicha conversión está dedicado el primer tramo de la película, que
funciona como introducción y es lo mejor, por varios cuerpos, del segundo
largometraje de Pablo Trapero (cuya opera prima, Mundo grúa, hizo
que casi todos mis colegas empezasen a llenar sus bocas con eso que aún
las ocupa: el nuevo cine argentino, versión siglo XX al XXI). Debo decir
que los azares no son tales: Mendoza revienta una caja fuerte por encargo
de su jefe en la cerrajería, quien le "hace la cama" y se
borra, de modo que a poco de empezar nuestro protagonista es apresado
por la Bonaerense. Poco después, un tío suyo, que ha sido parte de esa
fuerza con rango de principal, entra a mover contactos para hacerlo
zafar del brete. La primera consecuencia de esta operación (de punta a
punta ilegal) será la libertad del sobrino. La segunda, que se impone muy
naturalmente, será su incorporación a la Policía Bonaerense. Este
fragmento inaugural dice más sobre la maldita policía (y sobre la
forma en que funciona el mundo) que todo lo que tenemos por delante.
Entre muchos otros entes que han sumado esfuerzos para El bonaerense
figura Pol-ka, la productora que acumula más experiencia en lo que se
refiere a colaborar con la policía real para nutrir de verosimilitud a la
policía de ficción (desde "Poliladron" a "099
Central", con todo lo que hubo en el medio). Estas colaboraciones
nunca han sido del todo gratuitas para la ficción. Más allá de las
obligadas menciones en los créditos, lo que siempre dominó en las tiras
fue otra clase de agradecimientos, bajo la forma de pinceladas más o
menos complacientes con diversos rasgos de la institución policial. No se
trata de juzgar, sí tal vez de comparar, y en cualquier caso de tomar
nota, porque esas pinceladas vuelven a hacerse presentes. Ya durante
la instrucción del Zapa, es decir a lo largo del camino que lo llevará
de aspirante a agente de la Bonaerense, entra en pantalla un oficial que
quiere hacer el duro pero no le sale (y no al actor, sino al guión). Les
dice larvas, es más o menos bruto, pero qué va, ¡he tenido
profesores mil veces más tiranos en el colegio secundario! (que no era el Liceo Militar,
eh).
Después, y por mucho rato, todo se parece justamente a las tiras de la
tele: una mirada desde adentro, pero en todos los sentidos, a la policía
(en este caso bonaerense), que al fin de cuentas aparece como una gran
familia, con sus ovejas grises por supuesto –más grotesca que otras, desde ya–, pero familia al
fin. Para entonces uno empieza a retorcerse en la butaca. No es que se
acuerde de esos títulos que tuvieron a Palito Ortega y Carlitos Balá por
animadores... pero más o menos. Y definitivamente se pregunta: ¿Pero
cómo? ¿Y la corrupción (juego clandestino, estupefacientes, prostitución, coimas
de toda clase)? ¿Y el gatillo fácil? ¿Y las conexiones (turbias y más
turbias) con el poder económico y político? Lo primero que aparece de
todo esto, y aparece bastante tarde, es la corrupción. Concretamente: dos agentes levantan una coima
consistente en... ¡dos pandulces! Téngase en cuenta que estamos a horas de
Noche Buena, y uno de ellos se lo donan al protagonista. Este es el
momento más aciago de toda la película. A esta
altura, los silencios ya me habían empezado a resultar vacíos; y las
secuencias de enlace, largas.
Es cierto que más tarde aparecerán otras manchas... varias de
ellas con fórceps. El gatillo fácil, por
ejemplo, sólo cobra de víctimas a jóvenes que, previamente y a los
tiros, ejercieron resistencia o agredieron a los policías. Personajes que son el arquetipo, por no decir estereotipo, del
marginal/delincuente, del sujeto jodido y de mirada torva, del que "se
la buscó", del que mal anda y mal acaba o, si prefieren, del que
"algo habrá hecho". Más al natural desfilan las rondas
"recaudatorias", toda una institución dentro de la institución,
en las que el poli cobra coimas pautadas y mensuales, como si
fueran impuestos, para financiar al comisario y la comisaría. Pero el
comisario (la comisaría) es el techo absoluto, el límite infranqueable
de El bonaerense. Ni una palabra, ni una imagen, sobre las
conexiones con el poder político. Y sin el poder político (de concejales
para arriba, y muy arriba) no se puede entender en absoluto a la
maldita policía. Ni las coimas (que son la contracara del presupuesto
"oficial", minúsculo, que perciben todas las reparticiones), ni
el gatillo fácil (casi siempre en connivencia con los punteros),
ni la impunidad (que garantizan jueces y políticos), ni nada.
Pero volvamos a lo que hay, no a lo que falta. Otra cosa que hay es,
nuevamente, el estilo de Pablo Trapero para dirigir a los actores y
plasmar los diálogos. Me refiero a la libertad (a mi gusto, no muy bien
entendida) para las improvisaciones, y a una inclinación ilimitada por la
frescura de primera toma (o qué sé yo, de segunda), que derivan
en yerros de léxico, reiteraciones, balbuceos y etcéteras. En otras palabras:
en bocadillos en los que lo único fresco, o lo más fresco, es aquello que
debería permanecer oculto (es decir: la presencia de un actor
tratando de decir lo suyo). Si para muestra basta un botón reparen en ese
vigilante que tiene que decir "me voy", y dice "me pego el
palo"... cuando debería haber dicho "me tomo el
palo". De estas hay muchas. Más acá del abordaje de la temática
institucional-policial, es esto último lo que quita fluidez a El
bonaerense en cuanto "historia humana", o narración
centrada en personajes.
Con todo y pese a todo, Jorge
Román (el formoseño que hace al Zapa) redondea un trabajo formidable.
Guillermo Ravaschino