Imagínense una hipotética película nacional que mostrase durante sus
primeros 25 minutos la vida del conductor de uno de esos absurdos programas
de cable de un pueblo del interior del país y las de los invitados a debatir
sobre la huida en helicóptero de Fernando de la Rua, los eventos de
diciembre del 2001, y la participación que tuvo el pueblo en ellos
(averiguando, por ejemplo, si alguien inició un cacerolazo frente a la
Municipalidad). Imagínense que uno de los invitados es un docente reconocido
por su afición a la bebida, que el otro es un viejo viudo que todos los 25
de mayo se viste de gaucho para desfilar por la plaza principal, que el
conductor del programa (y dueño de la señal) comienza citando frases de
Platón y de Heráclito –cual Grondona, aunque sin cinismo– extractadas de un
diccionario de mitología agarrado al azar minutos antes de salir al
aire, y que la siguiente hora de película transcurre durante el programa en
cuestión, filmado con toda la precariedad característica de la televisión
amateur.
Eso es Bucarest 12:08. Lo que cambia es el país; los hechos repasados
corresponden a la huida de Ceaucescu en helicóptero a las 12:08 del 22 de
diciembre de 1989, y la discusión que se entabla gira alrededor de si ese
día la gente del pueblo fue a protestar a la plaza antes o después de la
caída del régimen comunista. Porque si alguien efectivamente estuvo
protestando en la plaza antes de las 12:08 significa que hubo revolución
popular... pero si todo el mundo fue a la plaza después de las 12:08
entonces no la hubo. “Cada uno hace la revolución que puede”, dice en un
momento el más viejo de los invitados, mientras arma un barquito de papel de
tan aburrido y olvidado que lo tiene la cámara, y en la frase dicha como al
pasar brilla una de las claves de la película. Bucarest 12:08 habla
sobre la precariedad económica, cultural e histórica del comunismo rumano y
del capitalismo global, sumergiéndonos durante dos terceras partes de su
duración en las aguas de una comedia que nos deja con la risa en off side,
desfasada con respecto al sentido último de las imágenes. Un sentido que
excede largamente al de las convenciones del costumbrismo de las que esas
imágenes parecen nutrirse.
Quizá resulte
contradictorio decir que una película que se pasa una hora metida adentro de
la habitación que hace las veces de estudio televisivo es una película
nómada, pero sucede que la concentración espacial de su puesta en escena
abre las puertas al pasado. Durante todo ese tramo Bucarest 12:08
funciona como un viaje en el tiempo que se anuncia en la fotografía de niñez
encontrada por uno de los personajes, y en la gigantografía de la plaza
principal de la ciudad que sirve de telón de fondo al programa. A una no la
vemos nunca, pero sabemos de su efecto en el presente de quien la mira. A la
otra la vemos parcialmente, cubierta por los cuerpos del conductor y los
invitados, pero el discurso de los tres –más el de los televidentes que
llaman por teléfono– gira a su alrededor y nos instala en el espacio físico
y también simbólico que representa: el de la plaza pública, donde
históricamente los pueblos se hacen presentes, imponiendo su masa
orgánicamente azarosa, (in)gobernable.
Ese espacio, sin
embargo, aquí solamente es evocado por la palabra, y reemplazado por el
actual espacio público dominante: la televisión, aquel que reúne todas las
miradas (no ya los cuerpos ni las voces) del planeta. De aquí surge otra
precariedad expuesta por la película: la de la memoria evocada por los
medios. Nunca llegaremos a saber si hubo o no hubo revolución en la ciudad
aquel 22 de diciembre de 1989. La reconstrucción irresponsable del pasado
histórico hecha por ese programa de televisión –no más inexacta pero sí
menos tendenciosa que las llevadas a cabo por las señales de primer nivel–
es poco seria, parcial, contradictoria. Más nos enteramos por los silencios
y las grietas del discurso de los participantes que por la claridad
expositiva del debate. Bucarest 12:08 nos habla, entonces, de un
saber oblicuo, de un recuerdo que precisa ser reconstruido a cada instante,
sumando y restando elementos, clasificándolos incesantemente, poniéndolos en
perspectiva, interrogándolos sin la tranquilizadora pretensión de obtener
una respuesta definitiva, cuestionando el prestigio de la memoria
institucionalizada.
Ese mundo de las
certezas declamadas, de los planes estatales rígidos, de los horarios
estables, de las instituciones firmes, ya fue para los rumanos. Una
vez instalados sin anestesia en la cultura occidental moderna, sólo
les quedan las huellas del mundo que habitaron y la fragilidad confusa del
presente. Porque llegó la libertad tras la caída de Ceaucescu, pero esa
palabra no mejora mágicamente el estado de las cosas. Antes de meternos en
esa cápsula de teletransportación temporal que resulta ser el estudio de TV,
la película ofrece un plano secuencia en el que la cámara sigue de atrás a
un coche por los barrios de la ciudad durante un día lluvioso. El paisaje es
deprimente, invariable, aletargado, frío: monoblocks cuadrangulares y
sucios, calles rotas, barro, ni un jardín, bolsas de basura en las esquinas,
la versión ruda del Renault 12 como último y único modelo de auto conocido.
Nada muy diferente a lo que podemos ver todos los días en casi todo el Gran
Buenos Aires, exceptuando la franja norte que va de Vicente López a
Nordelta.
El mérito de
esta tercera película de Corneliu Porumboiu reside en hacerlo interesante
(no estilizado), divertido por momentos, complejo pese a los mínimos
y cotidianos recursos de los que se vale. Cuando anoche volvía de ver la
película desde Capital Federal hasta Ingeniero Maschwitz, un banco de niebla
tan espeso que no permitía ver más que los círculos brumosos de luz del
alumbrado público rodeó al 60-Cartel 1 que había tomado hasta transformar
ese colectivo y su recorrido en algo inhabitual, extraño, abstracto. Sin la
posibilidad de distinguir algo a través de las ventanillas, sólo quedaba
mirar hacia adentro. Hacia el propio colectivo o hacia uno mismo. Igual
efecto produce Bucarest 12:08, transfigurando lo ordinario en
significativo, enrareciendo productivamente lo cotidiano, cuestionando
simultáneamente el paisaje y la mirada.
Marcos Vieytes
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