De la alianza entre el realizador alemán Wim Wenders y el músico estadounidense Ry
Cooder surgió este film. Aunque film es un decir, ya que el metraje fue tomado
en formato de video (mayormente en Betacam digital), confirmando definitivamente si
es que hacía falta la debilidad del director de París, Texas por las camaritas.
En favor de las camaritas hay que decir que el Betacam digital tiene muy buena
definición. En su contra, que aún dista, y mucho, del abanico de matices lumínicos que
ofrece el cine de 35 mm.
Aunque no lo parezca, Buena vista
social club es un documental muy atípico. A diferencia de casi todos los demás, que
se aproximan a un fenómeno real preexistente para expresarlo
cinematográficamente, el film de Wenders forma parte del fenómeno que refleja.
Es más: en buena medida, lo construyó.
A ver si me explico. Buena Vista Social
Club es el nombre con que se conoció, y olvidó, a un compacto grupo de
integrantes de la Vieja Trova Cubana. Poco que ver con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés
o con la Nueva Trova y mucho con el jazz. Con un jazz cantado, abolerado,
tropical, romántico (estamos hablando de sones y de guaguancós), dignificado por los
más eximios instrumentistas cubanos. Y cuando digo cubanos, digo universales. Lo notable,
lo increíble, es que los cantores y los músicos del Buena Vista, que ya eran eximios antes
de la Revolución (esta ocurrió en el '59), lo seguían siendo en el '98, cuando se
realizó la película. Pero está dicho: en su tierra los habían olvidado. Y fue Ry
Cooder, más que Wenders, el gringo que los redescubrió. Y los rejuntó,
les aportó los medios para que cuarenta, o hasta cincuenta años después de sus
"quince minutos" de fama pudieran demostrar que estos siguen siendo sus buenos,
y hasta sus mejores tiempos. El proyecto Wenders-Cooder, además del film (e incluso antes),
incluyó sesiones que se convirtieron en exitosísimos CDs, algunos de los cuales se
vendieron por millones. Y se siguen vendiendo.
Buena Vista Social Club no va
a pasar a la historia por sus méritos cinematográficos. Más allá de su atípico
origen, su estructura vuelve a transitar la huella de tantísimos documentales. Hasta
resulta perezosa por momentos, como cuando recurre a idénticas presentaciones para los
diferentes músicos ("Me llamo Fulano, nací en tal año, tocó este
instrumento..."). Todo cambia cuando nos lleva de las modestas callecitas de La
Habana vieja a los escenarios de Amsterdam o Nueva York (el "gran final" tiene
lugar en el mismísimo Carnegie Hall) y, otra vez, de vuelta a "casa". El
vaivén es apropiado y nos permite convertirnos en los compañeros de ruta de esas nobles,
rescatadas almas, en su viaje hacia la justa y postergada fama internacional. El
film también se eleva y emociona en la medida en que registra el redescubrimiento
de todos esos músicos maravillosos: Cooder habla otro idioma, viene de muy lejos y sin
embargo se entiende rápida y fluidamente con los cubanos, con lo que aquello de que
"la música es un lenguaje universal" viene a tener una demostración cabal,
palpable. El mayor mérito de Wenders consistió en no entorpecer esa demostración con
trampas publicitarias o artificios "filosóficos" como aquellos a los que nos
tenía acostumbrados últimamente. También le corresponden los aciertos de un montaje
mayormente ágil y unas combinaciones de tonos (color, sepias, monocromo) que comulgan con
el "espíritu" de las imágenes.
Pero lo más llamativo y misterioso de Buena
Vista Social Club no tiene tanto que ver con lo que hizo Wenders como director ni
Cooder como productor artístico, sino con el increíble talento interpretativo de
individuos que doblaron el codo de los ochenta, y aun de los noventa años. Compay
Segundo, a los noventa y uno, canta como un dios de voz muy grave y, como si lo fuera,
cuenta que está pensando en engendrar su sexto hijo. Rubén González, el pianista, es
más pendejo... apenas si cuenta 78 abriles. Y no tiene absolutamente nada que
envidiarle a Keith Jarret. En fin: estos tipos no me conmovieron tanto con sus anécdotas
como con su música, y definitivamente con su vitalidad. No todos los de la troupe
son tan ancianos ni tan negros, pero daría lo que fuera por conocer la
fórmula de estos viejitos. A los que se suma Ibrahim Ferrer, al que alguien menta como el
Nat King Cole cubano. Y por ahí le anda.
Guillermo Ravaschino
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