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BWANA
España, 1996 |
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Dirigida por Imanol Uribe, con Andrés Pajares,
María Barranco, Emilio Bualé, Alejandro Martínez, Andrea Granero.
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Cuando el realizador vasco Imanol Uribe (La
muerte de Mikel, Los días contados) encaró la realización de Bwana,
adaptación de la obra teatral de Ignacio del Moral "La mirada del hombre
oscuro", tenía una premisa clara en mente: "Mostrar que todos tenemos un barniz
de racismo e intolerancia cotidiana de apariencia inofensiva, pero que siempre es un
peligroso caldo de cultivo." A lo que añadió: "He querido provocar en el
público una catarsis que le haga cuestionarse su nivel de racismo."
Desgraciadamente, lo que también tenía muy claro es que iba a hacerlo del modo más
obvio posible, sin esquivar la manipulación del público con recursos tan elementales
como efectistas. Tanto es así que, después de ver Bwana, uno empieza a dudar de
la voluntad de denuncia de Uribe. De lo que no se puede dudar es de su muy limitado
talento para apropiarse de un texto que con algunas modificaciones y en otras manos bien
podría haber funcionado.
La historia es sencilla: un matrimonio arquetípico,
juntos con sus dos hijos, decide ir a pasar una tarde de esparcimiento a la playa. El
padre (Andrés Pajares) es taxista, la madre (María Barranco) es ama de casa. Al llegar a
la costa, se encuentran con un puñado de personajes que representan los consabidos
temores de una familia de clase media como esta. Un par de traficantes de poca monta, tres
jóvenes neonazis y un negro africano que acaba de enterrar a su amigo en la arena. Sumado
a todo esto, un encadenamiento de obstáculos los obliga a pasar la noche sobre la arena.
Una noche en que las pesadillas ya anunciadas se transforman en realidad.
Uno de los principales problemas de Bwana es la confusión en el registro: lo
que comienza como una comedia mordaz rayana en el absurdo, pronto se transforma en una
suerte de drama muy poco inspirado, para luego retomar el hilo de la comedia y,
finalmente, caer en el terreno de la denuncia social didáctica. No es problema combinar
registros, pero hay que hacerlo bien. Y aquí las transiciones distan de ser fluidas y
convincentes. Hasta los actores parecen no estar seguros de cómo desarrollar sus
personajes, a pesar de que intentan expandir los burdos límites que el guión trazó para
las distintas líneas narrativas. Como si esto fuera poco, la acumulación de estereotipos
y vulgares golpes efectistas termina de desnudar la nulidad de un relato que tomó a la
exploración de los meandros del racismo como excusa, y se entregó a una lamentable
exposición de lugares comunes.
Pablo Suárez
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