Cabeza de tigre,
film histórico argentino dirigido por el debutante Claudio Etcheberry,
centra sus hechos en agosto de 1810. A meses de la Revolución de Mayo,
los artífices de la misma deben fusilar a Santiago de Liniers (Héctor
Alterio), a quien ya no le reconocen el título de virrey y lo consideran
una amenaza para hacer valer la reciente autoridad de la Junta de
Gobierno. Mariano Moreno digita la maniobra, que nadie parece querer
llevar a la práctica, y designa a su hombre de confianza para el acto
heroico. Para Juan José Castelli (De Santo), sin embargo, la tarea no es
fácil: implica un dilema que enfrenta sus nuevas convicciones políticas
(los ideales, el deber) con el honor y el respeto (los sentimientos) que
le debe a su anterior líder, Liniers.
A partir de una estructura clásica,
la película de Etcheberry trabaja sobre el dilema moral del vocal de la
Primera Junta. Enviado por Moreno, con un objetivo claro, secundado por
Domingo French (Cedrón) como ayudante, y con Liniers y su propia
conciencia como oponentes, Castelli parte a cumplir su misión. En
el transcurso, deberá enfrentar algunos obstáculos, tomar
decisiones que lo pondrán a prueba e intentar salir airoso en pos de una
Nación libre.
Cabeza de tigre
muestra –en varios sentidos– las dos caras de una misma moneda.
Castelli está al mando de los soldados pero no es militar, es sensible,
dubitativo y busca variantes para evitar muertes. French es más
práctico, menos analítico y, a través de los diálogos que mantiene con
su superior, vehiculiza los interrogantes de éste. Por su parte, Liniers
funciona como un fuera de campo permanente al que hay que acceder
para que deje de ser una amenaza. Una vez capturado, esta virtualidad
se traslada del personaje concreto a una idea menos palpable que
sobrevuela el film: la "Revolución".
Uno de los problemas más difíciles
de resolver cuando se trata del conflicto interno de un personaje, es el
de trasladarlo a acciones concretas. Y si bien Castelli intenta que
Liniers firme una carta de apoyo a su causa para no tener que ejecutarlo o
mata al soldado inglés para demostrar su independencia, el dilema no
genera demasiada tensión, ni progresión dramática. Tampoco transmite la
pasión que el tema reclama y se diluye en la interpretación de Damián
de Santo (muy pegado a la actualidad televisiva para hacer de
prócer), menos convincente que Cedrón, Alterio y el desconocido Roberto
Vallejos, en su corta pero potente intervención en el papel de Moreno.
Además de la fotografía y la música compuesta por
Lito Vitale y Carlos López Puccio, Cabeza de tigre tiene el
mérito de presentar a los próceres patrios como personas de carne y
hueso –sienten temor, tienen contradicciones, se visten ante los ojos
del espectador, están enfermos o putean–. Pero la falta de datos que
permitan identificar mejor el contexto histórico y el porqué de las
tribulaciones de Castelli, la simplificación de algunas características
de los personajes, de ciertos diálogos y situaciones, terminan por
definir una película más próxima a lo conocido (esos héroes de manual,
tipo Billiken, que se estudian en el colegio) que a lo que cabía esperar.
Seguramente, tendrá mejor suerte en la carrera que ya ha emprendido como
material didáctico en proyectos escolares que como obra de interés
cinematográfico.
Yvonne Yolis
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