Nanni Moretti presentó El caimán en la competencia oficial del
Festival de Cannes del 2006 (regresando a las pantallas después de 5 años
–tiempo que dedicó a participar civilmente en la esfera política de su
país–, y de La habitación del hijo, que le había permitido alzarse
con la Palma de Oro en el mismo festival). Ya lo había estrenado en Italia
poco tiempo antes de una elección general en la que acabó siendo derrotado
Silvio Berlusconi, esa especie de mandamás, simplote y millonario, alla
Menem, que supo dominar la escena italiana durante los últimos 12 años
–aunque desde hace más de 30 maneja los hilos de los negocios y los medios–.
Decir que la película es sobre semejante personaje es una aseveración
certera pero fácil, superficial y reduccionista. El caimán (así apodó
el periodista Franco Cordero al ex Primer Ministro) es otro abordaje del
tema que siempre obsesionó al director de Caro Diario y Aprile:
los afectos. Y los afectos morettianos pasan por la pareja, los
hijos, el cine, la sociedad.
Bruno Bonomo
(Silvio Orlando) es un productor de algún viejo éxito del cine clase B (por
no decir Z) que busca volver al candelero con una película histórica y de
gran presupuesto. En el camino el proyecto comienza a diluirse, y frente a
un guión que ni siquiera acaba de leer (y que relata el ascenso meteórico y
non sancto de un siniestro personajito demasiado parecido a Il
Cavaliere) de una escritora y directora debutante, decide, más por azar
e intuición que por convencimiento, abocarse a realizar ese sueño. Mientras
tanto su vida personal ha entrado en una crisis de pareja sin retorno; por
lo pronto, debe aceptar abandonar el hogar que formó con su esposa Paola
(Margherita Buy), procurarse tiempo para compartir con sus hijos y soportar
la posibilidad cierta y tangible que su ex tiene de rehacer su vida.
Esta sinopsis suena
sencilla, así como la resolución visual del film es de un notorio
clasicismo, pero es dable mencionar que, a medida que la trama se
desarrolla, una gran cantidad de capas visuales y de contenido van
confluyendo para hacer de El caimán una película profunda, sentida y
universal.
En un mundo
derechizado donde las individualidades se aplauden como heroicas y la
farandulización de la política va de la mano con la “meritocracia” del
dinero en el acceso a los cargos públicos, Moretti apuesta por la
construcción de un –otro– mundo donde es imprescindible el trabajo en equipo
(el cine), el dolor de aceptar el bien del otro aunque sea lejos de uno, la
relación eterna de los lazos filiales y la justicia igualitaria para todos.
Y aunque la derecha surja como central en el discurso deconstruido durante
todo el film, también la izquierda, aunque indirectamente (siempre ha sabido
el director enjuiciarla inteligentemente, y de ello es prueba el resto de su
filmografía), recibe cuestionamientos atinados.
Lo que resulta
asombroso es ver cómo los géneros –o los tonos y registros– se derivan, se
mezclan, se enciman, amalgamándose sin mayores sobresaltos ni costuras
evidentes. De la sátira política al típico costumbrismo italiano, del
melodrama a la comedia, de la pintura sociológica al desborde circense, del
documental a la ficción. Como evidenciando, quizá, que un solo color es
insuficiente para reflejar una situación tan compleja, pero a la vez dando
cuenta de la imposibilidad de reconstruir el todo; ahí está, como en espejo,
la desesperación de uno de los hijos del protagonista al que vemos en varias
oportunidades, y no por casualidad, incapaz de hallar la pieza faltante en
el juego de los ladrillitos.
Por si hiciera
falta demostrarlo las influencias que lo público acaba ejerciendo en lo
privado, y viceversa, tejen sus redes para desandar el camino de la anécdota
del film. “Doce años nos han hecho lo que somos” parece sugerir Moretti, y a
eso apunta sus dardos. Difícilmente un italiano pueda sentirse afuera de
semejante entramado de contradicciones (o de los juicios emitidos por boca
del productor extranjero que tan bien los caracterizan), pero a la vez y
significativamente, para nuestro ahora próximo en Buenos Aires, más de un
ciudadano de esta capital bien podría ser llevado a repensar sus elecciones
políticas, aunque ya tardíamente.
Bellamente filmada
y musicalizada, con un resultado final que denota el trabajo en equipo tanto
delante como detrás de cámaras, Moretti se da el lujo de construir algunas
escenas tornando a lo complejo y profundo de una simpleza mayúscula, como
aquella de la despedida tras la firma del divorcio de Bruno y Paola, cada
uno en un auto, o el baile de espaldas de varios estamentos del equipo de
filmación, mientras suena una música de aires árabes y se está construyendo
el decorado, y por atrás se ve pasar el cartel que habla de la justicia,
consiguiendo que una (su) cosmovisión del mundo, que no es ni más ni menos
que su ideología, se exprese sutilmente. Para acabar con un the end
amargo y oscuro que da pavor.
Con la pena y la
sospecha de lo que parece imposible de cambiar y/o arreglar en lo social,
con la testarudez y la locura violenta por recuperar lo perdido que se troca
en la saudade y el sabor nostalgioso que da aceptar el fin y
reconocer lo que se tuvo en lo personal, con los “homenajes” al cine que van
del orrore de Bava, Fulci y Argento a Fellini, Miyazaki y Rosi,
pasando por el Welles de El ciudadano y la aparición de Giuliano
Montaldo (director de Sacco y Vanzetti) y el recuerdo de Gian Maria
Volonte, sin dejar de evocar a cineastas actuales como Placido, Virzi,
Sorrentino, Garrone... El caimán consigue demostrar que la emoción y
el pensamiento pueden ir de la mano.
Párrafo aparte
merece este llamado de atención (que de un tiempo a esta parte es un lamento
cotidiano para los que amamos el cine): en Buenos Aires esta película ha
llegado en DVD con la consiguiente disminución de las salas en las que sale
y la pérdida en la calidad de la proyección. Y hablamos de Moretti... ¿se
estrenará su próxima? ¿Qué está pasando con los distribuidores y los
exhibidores? ¿Qué está pasando con nosotros el público?
Javier Luzi
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