Ciertamente, en los papeles, Wayne Wang parecía
el director ideal para filmar un relato de amor y muerte enmarcado en la Hong Kong de
fines del siglo XX, a punto de dejar de ser una colonia británica para entrar a formar
parte de la China continental: el realizador nacio y vivió en Hong Kong hasta los 18
años, luego de que su familia huyera de la China comunista en l947. "Fui criado como
ciudadano de la colonia", ha declarado Wang a quien bautizaron Wayne en honor
del cowboy más famoso de la pantalla, de nombre John, "y mi porción
británica es equivalente a mi costado chino." Está claro, pues, que además de
rendir cariñoso homenaje a la ciudad de su infancia y adolescencia, el director de Smoke
quería atrapar ese momento de transición, de cambio de identidad, de vértigo e
inseguridad. Para lo cual decidió contar las andanzas de un británico, periodista para
más datos, en vez de tomar como protagonista a un chino. Un británico integrado,
hechizado por la ciudad y enamorado de una china residente en Hong Kong desde hace diez
años, al que se le mueve el piso ante los cambios que se avecinan. Y sobre todo, frente
al anuncio de que sufre una enfermedad incurable.
Curiosamente, esta película de a ratos fascinante
no consigue ensamblar los dos aspectos que le interesan al director: el retrato de la
ciudad y el drama del inglés al que se le acaba el lugar de pertenencia y se le va la
vida de las manos justo cuando la mujer que amó platónicamente durante años se le
entrega sin reservas.
Por un lado, el registro fílmico con algunas imágenes documentales de video
incluidas de esa ciudad abigarrada, promiscua, febril, en la que se superponen
carteles, buscavidas, animales carneados en público, riqueza y pobreza, es alucinante, de
un virtuosismo extraordinario. Cosa que no debería sorprender tratándose del cineasta
que logró un rendimiento visual de calidad pictórica tan sobresaliente en El club de
la buena estrella. Wang consigue entonces un retrato colorido y palpitante de esa
ciudad donde la mayoría de los habitantes tratan de sobrevivir momento a momento, con los
recusos que fueren.
En medio de ese paisaje urbano, el director y sus prestigiosos autores de argumento y
guión Jean-Claude Carriere, Paul Theroux, etc. intentan insertar y fusionar
la historia de John, el desarraigado, el deshauciado. Y la verdad es que esta zona
narrativa sólo funciona de a trechos, parcialmente favorecida por la presencia atractiva
y expresiva de Jeremy Irons, un actor que se prende en casi todas con mucho esmero y fina
voluntad. También se destaca la bellísima Gong Li, actriz económica de gran sugestión.
Pero el relato de amor sin esperanzas carece de suficiente convicción y progresión. Y no
lo mejoran las actuaciones de Ruben Blades como el colega siempre listo para hacer
el acompañamiento musical y de Maggie Cheung. Esta última se cuela frente a los
ojos de Irons con su cara maltrecha por las cicatrices de un amor interracial (con un
británico compañero de colegio) que no pudo ser. Lo dicho: un film ambivalente,
formalmente deslumbrante, que se debilita al tratar de desarrollar narración y
personajes.
Moira Soto
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