Todo comienza como un mal sueño, como una pesadilla. El timbre despierta a
la familia Lewis alrededor de las 5 de la mañana y se encuentran con un
paquete en la puerta. “¿Santa Claus llegó antes de tiempo?” –pregunta
irónicamente Walter, el hijo de esta pareja de treinta y pico formada por
Arthur (James Marsden) y Norma (Cameron Díaz), uno aspirante a astronauta,
otra maestra de escuela. En el paquete hay una caja con un botón rojo y una
tarjeta que dice: “el Sr. Arlington Steward los visitará a las 5 de la
tarde”. El Sr. Steward (Frank Langella) será recibido por Norma a la hora
señalada, estupefacta ella ante la deformidad de su rostro (le falta casi
una mitad de la cara debido a quemaduras). “No soy un monstruo, soy sólo un
hombre con un trabajo que hacer”, explica este misterioso anciano, que le
ofrece lo que él llama una oportunidad financiera. Norma escuchará
atentamente la proposición: si ella y Arthur deciden apretar el botón rojo
de la caja en cuestión, alguien que no conocen, en algún lugar del mundo,
morirá... y ellos se harán acreedores a un millón de dólares en efectivo.
Norma y Arthur tienen 24 horas para decidir si entran en el negocio.
Por supuesto que, luego de varias reflexiones, lo harán. Y comenzará la
tragedia.
Los
protagonistas de La caja mortal son personas sin fé, inmaduras,
llenas de angustia y debilidades. Mientras Arthur ve tambalear su sueño de
convertirse en astronauta (“él todavía está viviendo en la luna”, se lamenta
Norma) y se consuela manejando un auto deportivo cuando el dinero no les
sobra, a Norma le rebajan el salario, reclama seguir siendo joven a los 35
–para vergüenza de su hijo ante sus amigos–, y aún cojea por un accidente de
la infancia que le provocó la pérdida de cuatro dedos del pie derecho. Esta
deformación, análoga a la del Sr. Steward, actúa en Norma como metáfora de
una falta que, por supuesto, es espiritual. En casa de los Lewis no se cree
ni en la Navidad. Las luces del árbol deben apagarse por las noches por
seguridad, ya que son consideradas factor de riesgo de incendio.
Santa es descripto por ellos como un intruso que invade la propiedad
privada y un gordo que difícilmente quepa en el tubo de la chimenea.
Semejante malicia para con el pobre Papá Noel no quedará impune (reaparecerá
agitando una campana para perjuicio del protagonista) y el arbolito les
regalará un buen susto cuando jueguen al “Secret Santa” –suerte de “Amigo
Invisible” pero con regalos navideños– en una fiesta familiar. En el cine
fantástico, semejante falta de fé puede ser fácilmente sustituible por
dinero –un millón alcanza y sobra–, pero siempre con gravísimas
consecuencias.
La
bajeza moral de la pareja protagónica se insinúa desde el comienzo a través
de la puesta en escena. Cuando reciben la caja en la puerta principal de la
casa, en planta baja, su hijo se levanta de la cama y hace su primera
aparición en la película, observándolos desde una baranda situada en el
primer piso. Al preguntar quién tocó el timbre, será ignorado por primera,
pero no por única vez. En el cine, mientras las historias avanzan de manera
horizontal, los comportamientos de los personajes siempre se juzgan en
vertical. Lo alto e inocente, arriba, en el primer piso. Lo bajo y corrupto,
abajo, en el hall de entrada. El hijo representa para esta pareja el faro
espiritual, algo que ignorarán sistemáticamente a lo largo del film. Este
plano y contraplano ya nos permite inferir que van a apretar el botón, y su
puesta en escena será repetida simétricamente en el desenlace, cuando les
sea dada la última oportunidad de redención.
Aunque
se trata de
propuestas
diametralmente opuestas,
el director Richard
Kelly parte
aquí
de
la misma premisa que James Cameron en Avatar:
la
Humanidad
no está espiritualmente preparada para
evitar
su posible extinción.
Si en Avatar se apela a las mitologías arcaicas y al catolicismo, en
La
caja
mortal
lo religioso se confunde con el
existencialismo
sartreano. Norma
Lewis
cita
y
explica al
filósofo ante
sus alumnos, a poco de iniciado
el film: “El
infierno
es otra gente, viéndote como realmente sos”. Más adelante aparecerán
suficientes
indicios
como
para confirmar que estamos ante la influencia de
"A
puerta
cerrada",
obra teatral de Jean-Paul Sartre
en la que tres personas son acompañadas por un valet hacia el
infierno,
donde en vez de ser torturados físicamente, deberán juzgarse entre sí.
Veremos a Arthur y a Norma presenciando una puesta
en escena
de
la misma, y cuando la paranoia vaya
in
crescendo
aparecerán
otros
valets
que,
como aquél,
marquen el camino.
Poco
después,
en el vidrio
empañado
del
auto de los
Lewis
alguien escribirá con el dedo:
“No Exit” (título de la obra en inglés). Oportunamente, el Sr. Steward
volverá a citar a
Jean-Paul
durante
su coloquio final.
La
caja
mortal
desliza todas estas
sugerencias mientras despliega su trama de suspenso con poderoso dramatismo,
logrando que una premisa imposible
–a
la que hay que sumar,
por si fuera poco,
la influencia de invasores marcianos–
vaya cobrando verosimilitud dentro del universo del film. Kelly sitúa la
narración en 1976, año en que la NASA dio a conocer una foto de la
superficie de Marte que parecía
sugerir
la forma de un rostro. La película
rinde homenaje
a los telefilms de terror de aquella época y a
añejas
series de ciencia ficción como
"La
dimensión
desconocida"
(que
de hecho tiene
un capítulo sobre la misma historia: “Button,
Button”,
de Richard Matheson,
que es el cuento sobre el que se apoya el
guión de la
película)
y hay
unos cuantos tributos
al género diseminados a lo largo del metraje. Lamentablemente,
al promediar
la narración
todo
pierde fuerza
cuando
el realizador, obstinado en autocitarse,
complica el relato con portales a otras dimensiones y explicaciones
innecesarias que acercan la historia a su sorprendente ópera prima,
Donnie Darko (2001).
Y lo
que
el film
gana en sorpresa y vértigo,
lo pierde en coherencia y consistencia. Por suerte, la última media hora
retoma la senda estética propuesta desde el comienzo,
y Kelly cierra su tercer
largometraje
con sobriedad. La
caja
mortal
marca el regreso del director al cine fantástico luego de la indigerible
comedia futurista Las
horas
perdidas
(Southland Tales, 2006),
esta
vez con los suficientes aciertos como para abrigar
nuevas esperanzas
sobre
sus futuros pasos.
Ramiro Villani
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