Tres hechos fueron
cruciales en el reconocimiento general de la ciencia-ficción del siglo XX:
el avance en el campo de la genética, la bomba atómica de 1945 y la llegada
del hombre a la luna en julio de 1969. Todos ellos están hermanados por un
mismo factor, que funciona como eje del género: la tecnología. A lo largo de
los años las consecuencias y transformaciones que a partir de ella se
producen pueden figurarse como un síntoma de los tiempos. De las
fábulas tecnocráticas de Heinlein y las oscuras profecías de Philip Dick
hasta el Apocalipsis urbano de Ballard, la mirada hacia el futuro fue
desencantándose a medida que el hombre reincidía en sus catástrofes.
Desde
esta perspectiva parte otra mirada, una concepción melancólica y evocativa
del pasado desde el futuro –gran parte de la obra de Bradbury–; historias
que evocan las aventuras de Verne o el primer Wells y rememoran los antiguos
seriales que reinaron en los años '30.
Allí se
ubica Capitán Sky y el mundo del mañana, en un terreno de
reminiscencias nostálgicas elaborado por la más alta tecnología a
disposición. Esta opción es todo un reconocimiento y el centro de una larga
discusión entre la ortodoxia más llana del cine y las nuevas (y no tan
nuevas) generaciones de cineastas recostados en la era digital. El film
recrea las antiguas temáticas de los pulps utilizando escenarios
creados digitalmente. Para ello fusiona influencias expresionistas y
futuristas amalgamadas en una fotografía sepia que ayudan a una puesta en
escena extraída de los comics de antaño.
Sin
embargo, esta suerte de experimentación está lejos del vanguardismo que
muchos le quisieron endilgar; de hecho existe un antecedente cercano (no tan
radical y mucho menos feliz) llamado La sombra, dirigido en 1994 por
Russell Highlander Mulcahy.
La opera
prima de Kerry Conran se postula como una obra épica en honor al pasado. En
su intento por abarcarlo todo (basado en un amplio conocimiento del género)
el director no duda en integrar aventuras, viajes, robots y genios malignos
al servicio de una utopía psicótica: cimentar un monolito que venza al
tiempo. En su carácter de resucitador Conran recupera una estética casi
olvidada y la eleva a la décima potencia, además de revivir, con material de
archivo, a sir Laurence Olivier para darle vida al Dr. Totenkopf. Las
referencias cinéfilas son otra muestra del carácter historicista del film:
desde King Kong pasando por el clasicismo de El mago de Oz
hasta llegar, incluso, a La historia sin fin. Pero este viaje
temporal ampliamente pletórico no hace más que canibalizar sus influencias y
disponerlas de forma ordenada sobre un paño... que carece de toda vida. Hace
algunos meses Rob Zombie demostró con 1000 Cuerpos la posibilidad de
fusionar pasado y presente en un proyecto único, sin tentarse por la cita
excluyente o el tributo cinéfilo más allá de su propósito.
Dicha
carencia excede el ámbito de producción para contaminar también a los
personajes. Desde la trilogía de Indiana Jones (otro producto basado
en los seriales de los '40), un hecho innegable fue el enorme carisma y una
cierta ambigüedad en los héroes. Desde ya que el Capitán Sky no es Mr. Jones
y Kerry Conran tampoco es Spielberg, pero el desgano y la frialdad de sus
protagonistas (especialmente la dupla protagónica Law-Paltrow) terminan de
impedir que la sobre-estilización y el cálculo pormenorizado desplieguen
algún atisbo de calidez.
Maurice
Blanchot (en una cita rescatada por Elvio E. Gandolfo para una antología de
cuentos) aseguraba que la ciencia ficción "es un ejercicio esencialmente
intelectual donde lo que se busca es siempre la puesta en duda de nuestros
supuestos básicos. Literariamente este empleo de lo imaginario ha producido
algunas obras sorprendentes, pero sobre todo ideas sorprendentes de obra."
En el
trabajo de Conran, en cambio, todo esta previsto y automatizado, no hay
incertidumbres. Y sin incertidumbres no hay vida. Ya lo advertía la canción:
el futuro ya llegó.
Bruno Gargiulo
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