Layale (Nadine
Labaki, también directora y coguionista de esta opera prima coproducida por
Francia y el Líbano que comenzó su derrotero en la Quincena de Realizadores
de Cannes), Nisrine (Yasmine Elmasri) y Rima (Joanna Moukarzel) trabajan en
un salón de belleza. En Beirut. La primera es una joven y hermosa mujer que
tiene un amante casado. La segunda, más joven aun, está a punto de contraer
enlace con un novio que no será su primer hombre. Rima es menos femenina,
según los parámetros generales, y quedará prendada de una clienta. Jamale
(Gisele Aouad), típica habitué, ya no sabe qué hacer para mantener una
imagen que resulta imprescindible para su vocación de artista. Rose (Sihame
Haddad) es costurera, una mujer mayor, que tiene a su cuidado a una hermana
aun más grande y con una incipiente senilidad. Bien sabemos lo que una
peluquería puede resultar en el imaginario colectivo: casi el gineceo de
estos tiempos en que no hay tiempo pero reina la estética, la posibilidad de
enterarse de qué va la vida del barrio sin adquirir el mote de chismosa, el
lugar de encuentro que permite el cruce sin hacer de las diferencias
(etarias, sociales, culturales, etc.) ni la superación ni el quiebre.
Si hay algo que distingue a
Caramel del resto de las películas femeninas con metáfora de la
Otredad (la mostración de una sociedad no occidental, boda incluida) es la
sutileza y esa mirada transversal que no plantea nada directamente sino por
uniones salteadas, cortes que evitan la empatía efectista, silencios y
miradas. Historias en jirones expuestas a una mirada que las reconstruya,
preguntas abiertas y respuestas que saben de la imposibilidad de las
certezas, narraciones a medio decir entre susurros, complicidades y
entendimientos femeninos.
Y la
distinción resulta de una puesta en escena precisa pero fluida, de los
encuadres que plantean posiciones pudorosas de la cámara –como un observador
que es un testigo que sabe guardar las distancias–: cercana pero no
invasiva, asomándose desde el dintel de las puertas, mostrando entre
visillos estas reuniones de mujeres solas o sus encuentros amorosos. Notable
mérito de la directora.
Además
de un amplio abanico de caracteres (el reparto es no profesional), la
construcción de personajes para nada unidimensionales ofrece a la vista un
conjunto de seres cuyos intereses afectivos entremezclan lo público con lo
privado, la historia propia con el mandato familiar, lo individual con lo
social. Aunque a lo político, también hay que decirlo, se lo deja bastante
de lado en un país –esto es el Líbano– en estado de guerra casi permanente.
Un corte
de pelo o un pañuelo cubriendo la cabeza son apenas un detalle, no muy
distintivo cuando de lo que se habla es de sentimientos y de querer ser
feliz. Pero nos perderíamos mucho si no nos detenemos en esos detalles de
los que está plagada Caramel, como ese tintineo de pulseras de Layale
cuando hace aire para secarse el esmalte de uñas, o la ocurrencia de
Jamale para detener el inexorable paso del tiempo. Entre un pasado de
tradiciones y un presente que no es lo ansiado pero por el que se sigue
apostando, sin disputas ostensibles, parece desarrollarse la cotidianidad.
Mientras en el salón de belleza las penas, las alegrías, la vida se
comparten entre depilaciones, tinturas y nuevos peinados. Leve pero
encantadoramente.
Javier Luzi
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