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CARAMEL
(Sukkar Banat)

Francia-Líbano, 2007


Dirigida y protagonizada por Nadine Labaki, con Yasmine Elmasri, Joanna Moukarzel, Gisele Aouad, Sihame Haddad, Aziza Semaan.



Layale (Nadine Labaki, también directora y coguionista de esta opera prima coproducida por Francia y el Líbano que comenzó su derrotero en la Quincena de Realizadores de Cannes), Nisrine (Yasmine Elmasri) y Rima (Joanna Moukarzel) trabajan en un salón de belleza. En Beirut. La primera es una joven y hermosa mujer que tiene un amante casado. La segunda, más joven aun, está a punto de contraer enlace con un novio que no será su primer hombre. Rima es menos femenina, según los parámetros generales, y quedará prendada de una clienta. Jamale (Gisele Aouad), típica habitué, ya no sabe qué hacer para mantener una imagen que resulta imprescindible para su vocación de artista. Rose (Sihame Haddad) es costurera, una mujer mayor, que tiene a su cuidado a una hermana aun más grande y con una incipiente senilidad. Bien sabemos lo que una peluquería puede resultar en el imaginario colectivo: casi el gineceo de estos tiempos en que no hay tiempo pero reina la estética, la posibilidad de enterarse de qué va la vida del barrio sin adquirir el mote de chismosa, el lugar de encuentro que permite el cruce sin hacer de las diferencias (etarias, sociales, culturales, etc.) ni la superación ni el quiebre.

Si hay algo que distingue a Caramel del resto de las películas femeninas con metáfora de la Otredad (la mostración de una sociedad no occidental, boda incluida) es la sutileza y esa mirada transversal que no plantea nada directamente sino por uniones salteadas, cortes que evitan la empatía efectista, silencios y miradas. Historias en jirones expuestas a una mirada que las reconstruya, preguntas abiertas y respuestas que saben de la imposibilidad de las certezas, narraciones a medio decir entre susurros, complicidades y entendimientos femeninos.

Y la distinción resulta de una puesta en escena precisa pero fluida, de los encuadres que plantean posiciones pudorosas de la cámara –como un observador que es un testigo que sabe guardar las distancias–: cercana pero no invasiva, asomándose desde el dintel de las puertas, mostrando entre visillos estas reuniones de mujeres solas o sus encuentros amorosos. Notable mérito de la directora.

Además de un amplio abanico de caracteres (el reparto es no profesional), la construcción de personajes para nada unidimensionales ofrece a la vista un conjunto de seres cuyos intereses afectivos entremezclan lo público con lo privado, la historia propia con el mandato familiar, lo individual con lo social. Aunque a lo político, también hay que decirlo, se lo deja bastante de lado en un país –esto es el Líbano– en estado de guerra casi permanente.

Un corte de pelo o un pañuelo cubriendo la cabeza son apenas un detalle, no muy distintivo cuando de lo que se habla es de sentimientos y de querer ser feliz. Pero nos perderíamos mucho si no nos detenemos en esos detalles de los que está plagada Caramel, como ese tintineo de pulseras de Layale cuando hace aire para secarse el esmalte de uñas, o la ocurrencia de Jamale para detener el inexorable paso del tiempo. Entre un pasado de tradiciones y un presente que no es lo ansiado pero por el que se sigue apostando, sin disputas ostensibles, parece desarrollarse la cotidianidad. Mientras en el salón de belleza las penas, las alegrías, la vida se comparten entre depilaciones, tinturas y nuevos peinados. Leve pero encantadoramente.

Javier Luzi      


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