Espíritu deportivo,
eso es lo que sobra en Cars. Sobra tanto en el cuento que se nos
cuenta, en el que el Rayo McQueen aprende lo que realmente es importante en
la vida, como en la película, ya que muchas veces su parafernalia visual, su
minuciosidad para los detalles y su metraje algo excesivo parecen ahogarla
en baches narrativos insalvables... de los que la rescata esa energía puesta
en el saber jugar/narrar. Hay en Pixar una suerte de primer mandamiento que
postula que el armado de personajes es fundamental y que, antes que nada, un
film debe tener “alma”. Eso convierte a este séptimo título de la factoría
en otra cita obligada, y en una de particular riesgo por las desmedidas
pretensiones apuntadas en el acabado de su confección, y por la eliminación
de todo componente humano (lo que le quitaría cualquier posibilidad de
cercanía emocional).
El Rayo McQueen es
un auto de carreras de la categoría Nascar al que en los primeros minutos se
lo ve compitiendo por la Copa Pistón en una final muy peleada. Tan peleada
que termina en triple empate, lo que deberá resolverse en una última carrera
a disputarse una semana después en California. Allí está la puja deportiva,
la cruza entre novatos y veteranos, el sueño de la fama y la manipulación
que hacen los sponsors de sus pilotos. Se nota que el director John
Lasseter es un conocedor del mundillo automovilístico, y su reflejo –entre
el tributo y la parodia– es estupendo.
La mitología
alrededor del auto tiene mucho que ver con la idiosincrasia del
estadounidense, y lo positivo del film es que logra universalizar el
discurso a partir de su conflicto, que no es ni más ni menos que el del
héroe caído y su recuperación posterior. Porque el protagonista en pleno
viaje hacia la carrera final se bifurcará por la mítica Ruta 66 (sí, el film
es fiel a una representación clásica del ideario americano –americano por
yanqui–) y terminará perdido en Radiator Springs, un polvoriento y olvidado
pueblito donde la fama del Rayo no es más que puro cuento, y donde deberá
cumplir una condena social: asfaltar la carretera principal.
Así, el vértigo de
las primeras escenas se contrapone con la quietud y el estancamiento del
pueblo, y si bien uno teme presenciar la clásica fábula moral que representa
a la ciudad como el Mal y al pueblo como el Bien en estado puro, nada está
más lejos de las intenciones de Lasseter. Si bien los coches que habitan el
lugar son bonachones, esa bonhomía tiene una función que en el fondo
se deduce comercial, utilitaria. Radiator Springs alguna vez fue un sitio
próspero, y las intenciones de los lugareños hoy pasan por vender algo,
ofrecer un servicio al turista que reditúe en dividendos. Porque si hay algo
de lo que carece Cars, como todos los productos Pixar, es de necedad.
Y es totalmente honesta con lo que tiene para decir.
El dilema pueblo
contra ciudad, modernidad o retroceso, está bordado como un juego de espejos
que se retroalimentan (y con una mirada política sumamente atractiva). Si
por un lado el Rayo McQueen debe comprender que, antes que ganar una copa y
conseguir un sponsor, lo más importante son los valores como la amistad y la
solidaridad, los habitantes de Radiator Springs tienen que entender que es
necesario un impulso, un esfuerzo que los aleje de la mediocridad rutinaria.
Y en ambos casos, como en Toy Story, Buscando a Nemo,
Bichos o Los increíbles, el esfuerzo en conjunto, el trabajo
grupal, es lo único que puede sacarlos adelante.
Es posible que,
como nunca antes en Pixar, aquí el mensaje se torne reiterativo y amenace
con paralizar el cuento –de hecho hay un par de baches narrativos notorios,
que podrían haberse evitado con un recorte en el metraje–, y tal vez Cars
contenga menos emoción y humor que las anteriores, pero el espíritu
deportivo de estos auténticos creativos que tiene el cine en la actualidad
aparecerá más temprano que tarde para salvar a Cars. Y los últimos
minutos serán un goce absoluto.
Todo esto presupone
un par de fórmulas que la gente de Pixar respeta film tras film: por un lado
una libertad absoluta para fundar universos creativos y manipular sus
elementos sin quebrar lógicas internas (las nubes tiene formas de huellas de
cubiertas, los insectos son pequeños escarabajos Wolkswagen con alas, una
calcomanía en la parte trasera de un auto será un sugerente tatuaje y los
tractores serán como vacas durmiendo tranquilamente en el campo –escena
desopilante enmarcada en un bellísimo cielo nocturno azul–), y por el otro
una serie de personajes increíblemente trazados, sobre todo porque son
muchos y diferentes (desde la mortalmente humorística grúa Mater, pasando
por el patriótico jeep militar y el “fumón” furgón hippie que escucha a
Hendrix –“no te metas con los clásicos”, dirá–, hasta los simpáticos Guido y
Luigi fanáticos de la Ferrari). Son recetas, claro, pero están acompañadas
por una originalidad y una inteligencia inigualables.
Cars
deslumbra por su aspecto visual, pero más y mejor por la sensación de
felicidad que deja en el espectador, y por la genuina emoción de ver a un
grupo de artistas que respetan al público y trabajan, más allá de las
posibilidades comerciales que tiene el producto, movidos por el amor al arte
de contar historias. Para completar el programa están las canciones del
enorme Randy Newman, el estupendo corto previo One Man Band y el
graciosísimo avance de la próxima película de la factoría, Ratatouille
de Brad Bird. Y por cierto: no abandonen la sala hasta el final de los
créditos, porque hay mucho más, y todo es divertido.
Mauricio Faliero
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