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LA CASA DEL
ACIDO
(The Acid House)
Canadá,
1998 |
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Dirigida por Paul McGuigan, con Stephen McCole, Maurice Roeves, Ewen
Bremner, Arlene Cockburn.
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No confundirse: The Acid House no es Trainspotting. Viene
precedido por la fama que obtuvo aquel film, pero parece hecho con lo que
sobró del mismo. Ambos tienen un origen común: el narrador Irvine Welsh,
quien saltó a la fama gracias a Trainspotting, sobre novela suya, en
1996. Para The Acid House Welsh adaptó tres cuentos propios, y
también se reservó un papel menor en la primera parte. El tríptico
resultante es un largo lamento sobre la condición del escocés de clase
obrera, que no tiene salida ni en el campo laboral, ni en el amor, ni en su
identidad, ni como padre, ni siquiera en el fútbol, la mayor de todas sus
pasiones, con el cual comienza y finaliza la película.
Paul McGuigan filmó su opera prima como un golpe directo al estómago,
sin sutileza alguna, con una cámara típicamente bizarra y pretenciosa que
pretende ser ingeniosa sin lograrlo –cámara lenta, rápida,
sobreimpresión, rayos X y otras opciones técnicas se suceden para evocar
el efecto del ácido– y un surrealismo negro en dos de sus cuadros.
El primero es el calvario del (anti) héroe escocés sometido al rechazo
y escarnio de todos sus conocidos hasta que Dios lo convierte kafkianamente
en una mosca. Así metamorfoseado, se vengará de quienes lo humillaron. Si
la película terminara aquí, no estaría tan mal. En el último, que da el
nombre al film, el humor corroe también a la clase burguesa. Filmado desde
la alucinación de la cultura ácida, narra los efectos de la droga, que
provoca un intercambio de identidad entre otro perdedor (Ewan Bremner,
curioso actor de Trainspotting) y un bebé imposible, versión Chucky
digital de nuestra (argentina) nena de Telefónica. El otro episodio es el
único filmado de manera realista y –tal vez por eso– el más violento e
impactante. Habla del amor desesperado, el maltrato, la humillación y el
desencuentro con un dolor que lo vuelve intolerable.
El cuadro de ambiente no ahorra detalles sobre los rasgos constitutivos
de esta sórdida sociedad posthatcheriana: mugre, ruinas,
devastación, insultos, cerveza, vómitos, mierda, la miseria del hombre y
el desprecio a la mujer abundan en una imagen saturada de información. El
idioma es el dialecto lumpen escocés, imposible de trasladar al castellano
y la música es lo mejor, aunque a veces no tiene nada que ver con la
historia.
Para completar: el vínculo entre los tres capítulos es un actor
(Maurice Roeves), que en el primero compone a un Dios tan despreciable como
sus criaturas, en el segundo es un borracho y en el tercero, el sacerdote
que ofrece la hostia del LSD. Gráfico, ¿no?
Josefina Sartora
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