Es probable que la Warner, a
comienzos de los ’40, no sospechara siquiera que esta película, lejos
de ser una más de la producción serial, se convertiría en una de las
más hermosas, recordadas y valoradas de la historia.
Todos saben algo de Casablanca, la hayan visto o no. ¿Quién no
conoce su final subversivo, opuesto a lo que mandan las convenciones de
las películas de amor? ¿Alguien ignora la melodía de El tiempo
pasará, entonada por Sam a pedido de Ilse (Ingrid Bergman) –que,
dicho sea de paso, nunca dice "Tócala de nuevo" –? ¿Existe
una persona que no sepa que durante el rodaje no se conocía el final de
la historia porque el guión se hacía sobre la marcha, democráticamente,
con todos los escritores de la Warner aportando sus propios diálogos?
Casablanca es una de esas películas que uno puede ver dos, tres,
cinco o diez veces, y aún sigue asombrando. Michael Curtiz era un genio
que podía compartir el trono que sus compatriotas (Ford, Hawks, Capra)
supieron conseguir. Su puesta en escena es sutil, inteligente y precisa.
¿Cómo no sentir un inmenso placer cuando el avión que parte hacia la
libertad sobrevuela el café de Rick, en los primeros minutos de la
película? Curtiz nos está diciendo todo. Rick (Humphrey Bogart) es la libertad. La de
todos menos la suya propia, porque como le dice su adversario en el amor
de Ilse, Víctor Laszlo, "cada uno debe aceptar su destino, sea bueno
o malo".
Por donde se la mire, Casablanca es admirable. El cooperativo
guión, la iluminación, el montaje, la música y hasta el vestuario
están puestos (por azar o intencionadamente) a disposición de esta
historia de amor, honor y lealtad. A Curtiz le alcanza con la cámara para
decirnos casi todo sobre Rick. Registra su poder en esa mano que firma
autorizaciones antes de mostrarnos la cara del héroe. Nos enfrenta a su
soledad: el cigarrillo, ese partido de ajedrez sin contrincante, su vaso
de bebida. Y luego, levanta la cámara y Rick, ese maravilloso Humphrey
Bogart, aparece ante nosotros para convertirse, a la par de Curtiz, en
Casablanca.
Bogart demuestra con gestos inolvidables, miradas expresivas y esa
entonación tan particular por qué aún hoy es Humphrey Bogart, el
único, el más varonil, el mejor.
A pesar de que la historia es conocida, vale la pena revivir ese
reencuentro en Casablanca. Una ciudad (del Africa) donde los
refugiados europeos de la Segunda Guerra que huyen de los alemanes
necesitan llegar para conseguir una visa que los lleve a Lisboa y de allí
al soñado paraíso de la libertad: Estados Unidos.
Allí reside Rick. Un norteamericano cínico, solitario, duro, que en
el fondo, como le dice el prefecto Louis, "es un sentimental".
Rick tiene un pasado dudoso y ha decidido terminar sus días en
Casablanca, en su bar (Rick’s) y junto a Sam, su amigo pianista negro.
Ya no espera nada.
Pero una noche dos hechos cambiarán su vida: Ugarte, un hombre que
vende permisos para salir de Casablanca, le pide que custodie los que
robó a unos correos alemanes, a los que también asesinó. Esos papeles
son el pasaporte abierto para cualquier persona del mundo. Y cuestan
millones. Ugarte es detenido en el propio bar de Rick por la policía que
busca esos permisos robados. Ugarte pide ayuda a Rick: "No arriesgo
mi cuello por nadie", le responde. Y Ugarte muere mientras intenta
huir.
Minutos después de este hecho, Rick se sorprenderá nuevamente. Ella
está en una mesa, al lado del piano de Sam, disfrutando en silencio de
aquella canción que fue testigo del amor de ambos: "As Time Goes
By".
El momento en que Ilse y Rick se reencuentran es uno de los momentos
más conmovedores del cine. Los ojos llenos de lágrimas de la bellísima
Ingrid Bergman miran con tristeza y dolor a los de Bogart, incrédulos,
alegres, resentidos. Quizá no era necesario ese flashback
posterior donde conocemos el comienzo de esta historia de amor, en la
París que acababa de ser tomada por los alemanes. Las miradas y las pocas
líneas de diálogo de este presente en Casablanca resultan más que
suficientes.
"De todos los cafés que hay en el mundo, ella tuvo que venir al
mío", dice borracho Rick, cuando sólo él y Sam permanecen en el
bar cerrado, a oscuras, esa misma noche del reencuentro.
Todo sucede en un par de días. Ilse no está sola en la ciudad.
Acompaña a su marido checo, un importante líder de la Resistencia
llamado Víctor Laszlo (Paul Henreid), quien necesita salir de Casablanca
y llegar a Estados Unidos. De su partida dependen la vida y la libertad de
miles de personas. Pero Laszlo está acorralado y Rick es el único que
tiene los permisos que pueden salvarlo. Lo que le impide ser generoso es
que está enamorado de la mujer de Laszlo.
En esta lucha por la libertad y el amor, Ilse le pedirá a Rick, a
quien aún ama apasionadamente, que decida por todos. Y Rick lo hace en
ese gesto magnánime y heroico que se resume en sus palabras: "No soy
muy noble, pero veo que nuestro problema es muy pequeño en este
mundo". Ella lo comprende y parte con su marido. Rick arriesgó su
cuello por la mujer que ama y por el hombre que admira, a los que ve
partir en ese avión rumbo a Lisboa. El, como apresado en su triste
destino, se queda en Casablanca. Y se va caminando con Louis, el prefecto
de policía, quien le aconseja que huya por un tiempo. Rick cometió
varios "delitos" para que Ilse y Laszlo escaparan de Casablanca
(amenazó a Louis con una pistola para hacerlo cómplice de la partida,
asesinó a un mayor alemán en el aeropuerto, se convirtió en compañero
de ruta de Laszlo al contribuir a su lucha). Louis, ese militar
corrupto, decide proteger a Rick, quien le dice finalmente la frase más
amorosa de toda la película, mientras atraviesan la niebla de Casablanca:
"este es el comienzo de una gran amistad".
Obviamente, Casablanca también es una película política. El
contexto de la Segunda Guerra y el hecho de que la vereda de enfrente haya
estado ocupada por los nazis (y no sólo en la pantalla, sino en la vida
real) salva el esquema político que plantea Curtiz. Los
alemanes eran los enemigos. Los italianos, chupamedias de los nazis. Los
franceses, mayormente confiables. Los americanos, héroes. Estas ideas
pueden verse en cada personaje en particular. En la forma en que cada uno
es presentado, por lo poco o mucho que dicen y claro, por lo que hacen. Y
esa cita a La gran ilusión es una proclama política tan emotiva
como la del film citado (Jean Renoir, 1937): entonar la Marsellesa con orgullo
para protestar por la soberbia nazi. En el '37, Renoir y Jean Gabin la
habían esgrimido contra los germanos de la Primera Guerra. En
1942, Curtiz y Paul Henreid recuerdan ese momento mágico del cine. Y lo
hacen de nuevo. Porque los años habían pasado, pero los enemigos no
habían aprendido la lección.
Eugenia Guevara
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