Ahora que ya
no está, uno no puede evitar extrañar, aunque sea un poquito, a Pierce
Brosnan. Y no porque Daniel Craig, el nuevo James Bond, esté mal en su papel
–aunque también está claro que le falta recorrer camino–, sino porque
Brosnan, el que mejor ha encarnado al famoso espía al servicio de Su
Majestad (incluso mejor que Sean Connery), representaba muy bien el espíritu
juguetón, despreocupado, o más bien despiadado, autoconsciente que siempre
identificó a la saga a lo largo de los años.
La trama, en la que el “prestigioso”
guionista Paul Haggis (responsable de esa bazofia llamada Vidas cruzadas)
metió bastante mano, pretende volver a las fuentes, a los orígenes, a la
primera novela de Ian Fleming. Allí, James, habiendo adquirido recientemente
su licencia para matar, debe involucrarse en una mortal partida de póker
para detener a un banquero que financia a los más peligrosos terroristas.
En Casino Royale, Bond está
mucho más lejos del aura glamorosa que lo ha caracterizado desde casi
siempre: no están Moneypenny ni Q, tampoco el clásico auto equipado con toda
clase de chiches, menos aun esos gadgets que hacían las delicias de
los fanáticos. A cambio, Craig transpira la camiseta corriendo por todos
lados, siendo golpeado por unos cuantos tipos, estrellando un auto y siendo
torturado en una secuencia tan brutal como hilarante. Incluso –milagro de
milagros– se enamora y se juega la vida por una chica.
No está mal la idea de buscarle el lado
oscuro al asunto. El problema reside en que los dilemas morales que matar a
alguien presupone, la supuesta ambigüedad de ciertos personajes y la
historia de amor no tienen el peso necesario. Para decirlo bien clarito: no
le importan a nadie. Sólo queda esperar ansiosamente la siguiente secuencia
de acción (de las que no hay muchas, a pesar de las más de dos horas de
metraje) o el chiste autorreferencial, o la próxima chica que se rendirá
frente a los encantos del 007.
De ahí que Casino Royale esté
luchando permanentemente contra el fantasma de las convenciones instauradas
por los anteriores veinte films. En consecuencia, primero vemos a Bond
buscando la fórmula mágica para su trago, aunque luego ni le importe lo que
le sirven. O seduciendo a una despampanante mujer, para luego abandonarla,
sin disfrutar de la esperada (por el público) sesión de sexo –de ahí que se
especule con que el nuevo Bond... es gay–. O atormentándose por asesinar a
un par de tipos, para luego matar a otro con estilo. También el villano, Le
Chiffre, es altamente contradictorio. Por momentos se ajusta a lo que se
espera de un villano en una aventura Bond, con su ojo sangrante y su
habilidad casi sobrenatural para jugar al póker. Pero al final termina
siendo demasiado práctico, demasiado coherente, demasiado racional, sin una
pizca de locura.
Es verdad que Michael Campbell filma
con oficio las escenas de acción, que Eva Green está preciosa y que
Giancarlo Giannini, Jeffrey Wright y Judi Dench aportan solvencia al
elenco. Sin embargo, da la impresión de que esta nueva etapa del 007
todavía está muy verde. Como si fuera un work in progress.
Rodrigo Seijas
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