Tanto se habló de "la película póstuma de Vittorio Gassman"
que tal vez convenga arrancar puntualizando que La cena no es tanto
de él como de Ettore Scola, su director, y que el protagonismo se halla
repartido entre una cantidad inusualmente numerosa de personajes.
Todo transcurre en el espacioso, no
por ello menos íntimo salón de una trattoria italiana atendida
por sus dueños. No es que les falten mozos y cocineros (tienen a un par),
pero la veterana, aún atractiva y esencialmente encantadora propietaria
(Fanny Ardant) no deja de estar todo el tiempo allí, tras la caja
registradora, entre las mesas, en la cocina. No tanto "para engordar
el ganado" como para darle a la cosa –al restorán, al film- cierto
calor de hogar muy bienvenido.
Todo transcurre al cabo de una larga
cena, que en realidad son varias: tantas como las mesas dispuestas en el
local, por las que la cámara de Scola (Feos, sucios y malos, El
baile) ya no dejará de pasearnos. Una de ellas reúne a la madre
(Stefania Sandrelli) y la hija, que tocan temas como el primer novio y la
conflictiva vocación de la muchachita. Otra tiene por animadores a un
profesor adúltero (Giancarlo Giannini) y su mucho más joven
alumna-amante. Una pareja que se está por casar (o no); cuatro personas
maduras (falsamente) preocupadas por la política; una morocha que sienta
frente a sí a cada uno de sus amantes. Todos ellos ocupan sus respectivas
mesas. Gassman está solo en la suya, lo que le sirve para volver a jugar
ese rol de viejito que se las sabe todas (con el que cansó un poco), pero
también para otear libremente el horizonte, parar las orejas y meter las
narices en las conversaciones de los otros. Sus palabras y gestos parecen
querer traducir algunas opiniones del propio Scola sobre cada uno de esos
personajes que, en su conjunto, dibujan una de las caras posibles de la
clase media italiana contemporánea. Pero lo mejor de Gassman no son esas
palabras ni esos gestos –casi siempre ampulosos–, sino la ternura y la
sabiduría que afloran cuando baja el tono y se aquieta. Algo parecido le
ocurre al film.
La lista de comensales dista de
agotarse en los mentados, pero no voy a abrumarlos. Sepan que son tantos
que por un buen rato uno siente que a Scola el asunto se le va de las
manos. Que pecó de abarcativo, que sacrificó la posibilidad de
profundizar o, lo que es peor, que todas esas mesas no hacen a una unidad,
a un sentido, a una película. No sin trabajo, la propia historia se
encargará de desvanecer esta sensación. Al fin y al cabo, las subtramas
(una por mesa) son ciertamente muchas, pero sólo dos o tres dejan saldo
desfavorable: la de los adolescentes, que nunca levanta vuelo, la de los
teatristas, graciosa a medias, y la de los que se están por casar, que
remite a las comedietas for export que le dieron mala fama a
Italia. Las demás tienen su lugar, su desarrollo. Algunas más temprano,
otras más tarde, llegarán al justo punto en que las emociones –como
espuma de un hervor– se
derraman.
No es poca hazaña llevar a buen
puerto a tantos personajes y situaciones, sobre todo si se considera que
las formas de La cena son más bien convencionales: el montaje
alterno, pendulante entre uno y otro grupo de comensales; la musiquita
incidental, que comenta –cuando no subraya– las
instancias más espesas de la anécdota (que está narrada en tiempo real)
y paremos de contar. La clave no es formal, empero, sino dramática. Con
el correr del metraje, Scola exprime a fondo la mayor parte de los
intercambios y hace vibrar las mejores cuerdas de sus intérpretes. Hacía
rato que Gassman no resultaba tan digerible. Giannini está muy
bien (tragicómicamente). Y lo de Ardant es sobriamente espectacular,
aunque suene paradójico: como quien no quiere la cosa, esta francesa
–en su mejor trabajo hasta la fecha– llegará
a expresar cabalmente el espíritu de la situación. A comprenderlo todo,
y hacérnoslo saber, sin decir una palabra.
El paisaje humano al que nos asoma
Scola se completa con la "tripulación" del restorán, que es
revelada en su ámbito natural: la cocina. El cocinero en jefe, al igual
que el realizador, es un viejo lobo de las aventuras eurocomunistas. Y
como tal, escéptico, bienintencionado, algo cerrado, amargo. Pero Scola
–el film– toma distancia de
esta mirada, o se eleva por encima de ella, toda vez que funde a los
diversos personajes en un mismo clima, en un ambiente humano que
supera al continente físico, y que parece postular que todavía es
posible cierta comunión entre las almas (entre las almas como estas). Que
se puede improvisar, cambiar, franquear pequeñas diferencias. Comunicarse.
Estas impresiones surgen sutilmente, se abren paso con delicadeza entre el
típico murmullo de restorán.
Guillermo
Ravaschino
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