"Un homenaje a la esperanza" dice la frase publicitaria de Las cenizas de
Angela. Esperanza puede ser lo que impulse al espectador consciente, harto ya de las
producciones hollywoodianas, a concurrir al cine para ver ésta que lleva la firma de un
director que supo (o al menos intentó) ser grande: Alan Parker. Sin embargo, este
espectador no demorará mucho en llegar a la constatación amarga de que ya nada puede
esperarse de ese cine mainstream que cuenta historias a partir de estereotipos y
obviedades con el fin de ejercer mecanismos propagandísticos cada vez menos sutiles. Como
los de esta película dirigida por el mismo responsable de The Wall y Expreso de
medianoche, aunque también de esa Evita que nadie querría volver a ver.
Bien iluminada y ambientada, mayormente aburrida
exceptuando contados momentos, Las cenizas de Angela se apoya en una historia real
para narrar las miserias de una familia irlandesa en la década del 30. El melodrama
comienza cuando los McCourt, que viven en Nueva York, deben volver a Dublín, adonde el
Cielo hará caer sobre ellos todos los males de este mundo. El encargado de llevar el hilo
del relato a través de los años es el hijo mayor, Frank, quien comparte con sus
pequeños hermanos (siempre en número variable según la cantidad de muertes de infantes
y nacimientos en el seno de la familia) la mala suerte de tener un padre alcohólico
(Robert Carlyle) y una madre (Emily Watson) que sólo aparece en cámara para llorar la
muerte de alguno de sus hijos, insultar a su marido o dar a luz. No sólo la familia es
catastrófica. También están la religión, la escuela, la pobreza y la lluvia irlandesa,
elementos que confluyen para pintar el cuadro de la infelicidad con colores bien
saturados.
Frank McCourt es también el autor del libro
homónimo, ganador del premio Pulitzer, que es el punto de partida para Parker. Al
parecer, este ingenuo y sencillo irlandesito tenía el sueño que motiva sus acciones en
la película: dejar la pobreza atrás en Irlanda y volver al lugar en el que todos los
anhelos se hacen realidad: los Estados Unidos. Así, el film toma la forma de un panfleto
construido a partir de estereotipos que entran en conflicto. Irlanda-Estados Unidos,
Irlanda-Inglaterra, catolicismo-protestantismo, pobreza-riqueza son algunas de las
antinomias que empujan a la historia, a veces reemplazadas por sus respectivos
objetos-símbolo: Shakespeare, la estatua de la libertad, un sacerdote demasiado estricto
y hasta esa persistente lluvia que oscurece cada una de las imágenes.
Muchas muertes y enfermedades, hambre, violencia,
crueldad e injusticia castigan a esta familia. En ese marco, la infancia y juventud de
Frank sólo parecen justificarse en nombre del gran objetivo redentor: llegar a USA,
acariciar la promesa de igualdad, escapar de la pobreza, salvarse... pero salvarse solo.
Es que Frank, tan torturado porque cree en la imposibilidad de "ser" en otro
lugar que no sean los Estados Unidos, tampoco escapa a las otras características del
"hombre liberal", empezando por el egoísmo. Ninguno de sus sueños incluye a
sus hermanos o a su madre, con cuyo nombre, años después, titularía un libro que
ganaría el Pulitzer y se convertiría en otra pieza de propaganda cinematográfica del
que se conoce como Gran País.
Eugenia Guevara
|