Cielo de octubre está basada en el libro Rocket Boys, que reúne las memorias de un
científico de la NASA llamado Homer Hickam. La película está ambientada a fines de los
'50, con Homer adolescente, interpretado por ese muy buen actor que es Jake Gyllenhaal (en
la foto): una sonrisa compradora y un entusiasmo llamativamente natural le alcanzan para
convencer, aparentemente sin esforzarse. Homer es el hijo menor de una familia tipo de
Coalwood, West Virginia, pueblito enteramente dependiente de la mina carbonífera del
mismo nombre. La mitad de los habitantes esto es, prácticamente todos los que
nacieron varones trabajan allí, con altas probabilidades de que un derrumbe o el black
lung (especie de tumor pulmonar) los mate prematuramente. Homer nació varón. Y papá
Hickam, que además de capataz es bastante cavernario y rebosa de orgullo por su trabajo
(y especialmente por la compañía, puesto que es lo más parecido a lo que llamaríamos
un alcahuete de la patronal), tiene todo calculado: Homer será un buen minero,
como él, ya que su otro hijo apenas un poco mayor tiene asegurada una beca
universitaria gracias a su destreza para el fútbol americano. Claro que Homer tiene otros
planes.
Hete que en 1957 los rusos pusieron en órbita al
primer satélite de la historia. Cielo de octubre no ahorra metraje para hacernos
entender que el Sputnik significó una aplastante derrota para el pueblo norteamericano.
Son tantas y tan tristonas las miradas que desde Coalwood se elevan hacia el cielo que se
diría que Joe Johnston, el director, tenía en mente la amargura del primer mandatario
estadounidense más que la de esas humildes gentes. ¿Recuerdan la frase que pronunció
Neil Armstrong mientras se convertía en el primer hombre en pisar la Luna? "Un
pequeño paso para un hombre, un gran paso para la Humanidad". Pues bien, en Cielo
de octubre el Sputnik es cualquier cosa menos eso. El caso es que Homer, en lugar de
amargarse por los rusos, se entusiasma con los cohetes. Contará con el apoyo de su
maestra (Laura Dern) y de tres compañeros de aula, con los que conformará el mais
maravilloso equipo teórico-práctico jamás visto. Los Rocket Boys, que de
ellos se trata, estudiarán los principios de la combustión, gravedad y aceleración,
aprenderán a soldar y construirán sus propios cohetes. El gran objetivo es la Feria
Nacional de Ciencias, algo así como nuestras modestas Olimpíadas Matemáticas, pero polirrubros
y, por supuesto, elevadas a la enésima potencia.
No mucho después de iniciada la proyección, las
expectativas quedan acotadas a dos preguntas: ¿Llegarán a la Feria los chicos?
¿Logrará Homer el apoyo de su padre? El problema es que desafíos escolares como éste
ya nutrieron a cientos de películas, mientras que la conflictividad paterno-filial debe
estar en la raíz de una cuarta parte de los dramones hollywoodenses. Poco importa que el
punto de partida de Cielo de octubre sea original, que historias como la de Homer
Hickam no se escuchen todos los días. El film maltrata esa originalidad
moldeándola según las pautas de toda la vida. Y si su evolución, por tanto, se torna
altamente previsible, no es menos cierto que lo es de un modo particularmente engorroso:
termina como adivinamos... pero sólo después de muchísimas idas y vueltas.
La recreación de la década del '50 está muy bien.
Excesivas, en cambio, resultan las canciones de la época, cuya fama y volumen parecen
empeñarse más que las imágenes en convocar las lágrimas del espectador durante los
momentos culminantes. Algo parecido termina sucediendo con el libreto: como si no bastaran
las muertes acaecidas en el socavón, habrá que presenciar alguna otra que observa las
características que suelen englobarse bajo el mote de "golpe bajo".
La subtrama obviamente se concentra en las
alternativas de la mina. Y está llevada de tal manera que el capataz, sin cambiar un
ápice, dejará de mostrarse como un rompehuelgas para aparecer como uno de los
héroes de los trabajadores de la región.
Guillermo Ravaschino
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