La ciénaga hizo tanto ruido. Tanto ruido hizo que mucho antes de
su estreno ya sabía –se los
juro sobre la tumba de mi abuela–
que el conjunto de la crítica especializada de este país, la República
Argentina, iba a aplaudirla sin cortapisas. No era una sensación nueva ni
agradable. Ya la había experimentado ante la llegada de casi todas las
películas de Abbas Kiarostami, en ocasión del reestreno de Sed de mal
(Orson Welles, 1958) y, en menor medida, de El exorcista (William
Friedkin, 1973).
Las razones no son
exactamente las mismas. En el caso de Welles, el peso agobiante del
apellido, y su consiguiente sombra, fueron el principal motivo de la
postración generalizada de los expertos. En el de Kiarostami también,
aunque complementado por el prestigio de los premios que el iraní
conquistó en tantos festivales internacionales. En el caso del film que
nos ocupa, opera prima de la salteña Lucrecia Martel, primero pesaron los
premios –concretamente el Oso
a la mejor opera prima del último Festival de Berlín–
y después el runrún elogioso de un puñado de críticos foráneos, que
reverberó aquí hasta convertirse en una bola de nieve imparable. Las
razones no son las mismas, pero sí los efectos: una suerte de parálisis
analítica, complementada por una profusión de adjetivos extasiados
sorprendentemente similares, al punto que todas las reseñas parecen
variaciones de la misma mirada encandilada. En tiempos en que el anatema contra el "pensamiento
único" ya se ha convertido en lugar común de los abogados del
progresismo político bienpensante, no está de más apuntar que ese mismo
pensamiento –más
precisamente: esa negación del pensamiento–
sigue campeando en el terreno de la crítica cinematográfica.
La ciénaga empieza
y termina con la imagen de una piscina con el agua estancada, sucia –podrida,
dicen, aunque quizá no sea para tanto–,
a cuyos bordes un puñado de burgueses desganados toman sol y vino
repantigados en reposeras. En realidad no toman sol, porque no hay sol
sino nubes que anuncian tormenta, y tampoco son necesariamente burgueses.
Pero tienen la actitud de burgueses desganados tomando sol. De burgueses
venidos a menos, se diría, a juzgar por las botellas de tinto de dos
pesos posadas sobre las mesas. No tan venidos a menos, en cambio, a juzgar
por algunos de los autos estacionados a unos metros (y por otras
botellas de vino que vendrán después). La piscina es parte de una finca,
La Mandrágora, en la que transcurrirá la porción más gruesa del relato. La Mandrágora es una casa colonial algo derruida, clavada en el
medio del monte, o del cerro.
El presagio de tormenta –nubes,
truenos– sólo se concretará
de a ratos, pero no dejará de latir ahí atrás, parte de un concepto de
iluminación y de una banda de sonido muy bien elaborados, que contribuyen
de manera decisiva a ese clima de tensa calma que acompasa
permanentemente a las imágenes.
En la finca hay mucha
gente. Básicamente Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán), que
son primas y un poco más protagonistas –en
el film como en la finca– que
los restantes. Los restantes son sus respectivos maridos, hijas, hijos,
personal doméstico. Mecha y su marido son alcohólicos. Depresiva, ella
corre el riesgo de terminar sus días derrumbada, encerrada en una
habitación como su pobre madre, muerta ya, de la que se sabe que no pudo
despegar de ese colchón durante los últimos largos años de su vida. El
marido de Mecha es un pelele, que se tiñe las canas para escarnio de
varios de los circunstantes, y que a duras penas puede tomar una
decisión. Tali más o menos: se contradice, duda, habla demasiado para lo
poco que dice, y nunca parece verdaderamente conectada con ninguna cosa.
Los chicos juegan, charlan, cuentan cuentos, andan por ahí. Algunos de
esos cuentos y esas charlas son más escabrosos que los corrientes, lo que
se suma al clima –y
aquí no sólo aludo a la luz y el sonido sino a esa cámara nerviosa,
siempre en mano, inmiscuyéndose en la intimidad–
para acrecentar la tensión.
Nadie puede negar que la
sensación de estar ahí, en el medio de una finca como La
Mandrágora, es patente. La realizadora aprehendió como nadie aquel
ambiente, que fue el de su infancia, y le sobró destreza fílmica para
exponerlo ante el espectador. En este sentido, cabe reseñar algunos otros
datos que van surgiendo: cierta calentura reprimida (no hay
señales de relación sexual alguna, pero sí mucho amontonamiento; una
suerte de promiscuidad); ciertas marcas en el cuerpo, trágicas (por hache
o por be, casi todos pierden un poco de sangre y llevan cicatrices,
mientras que a un chico le falta un ojo); cierta letanía construida por estas
gentes que no parecen trabajar –ni
producir nada concreto– y que
las asemeja, en su conjunto, a un pedazo de la naturaleza que las rodea.
Cabe preguntarse qué
pasa con este ambiente. Si se mueve (y
hacia dónde); si se estanca, y por qué. En otras palabras: hace mucho,
pero mucho tiempo que la Naturaleza se hizo hombre. Lo que Martel
nos muestra, y deja picando, es una porción de humanidad que, en pleno
siglo XX, casi XXI, se ha vuelto Naturaleza. Y más allá de la mentada
tensa calma, se mueve poco. Lo que objeto, lo que me dejó con gusto a
poco, lo que hizo que La ciénaga se me hiciera un poco larga, es que nunca
se sabe por qué ni para qué. Como si la intimidad de la directora con
ese ambiente natural-humano, en cierto punto, se le hubiera puesto en
contra, complicando la famosa toma de distancia (o como la quieran llamar)
necesaria para elaborar una mirada más activa, una intervención
más contundente.
Como si todo,
aparte de la tensa calma, fuera pura acción, sólo acción (bien y
muy bien actuada en casi todos los casos) y nada más que acción. Claro que
no estoy hablando de acción en el sentido de "superacción"; pero
tampoco de movimiento, sino de una serie numerosísima de acciones
cotidianas. Todas las cuales podrían haber sido exageradas, jerarquizadas,
comprimidas, ridiculizadas, relegadas a un segundo plano, condenadas a no
existir; moldeadas, en suma. Y sin embargo, da la sensación de que, en lo
esencial, sólo fueron transportadas. Como si Martel,
inconscientemente, hubiese sido devorada por su historia.
Ahora temo que
me acusen de pretender psicoanalizar a un cineasta, pero eso es parte de
mi propia neurosis, nada tiene que ver con la de Lucrecia. También sé que
es perfectamente posible que esta talentosa realizadora haya decidido, a
conciencia, dejarse absorber de ese modo por su historia.
Guillermo Ravaschino
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