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LA CIENAGA

Argentina, 2001


Dirigida por Lucrecia Martel, con Graciela Borges, Mercedes Morán, Juan Cruz Bordeu, Martín Adjemian, Diego Baenas, Silvia Bayle.



La ciénaga hizo tanto ruido. Tanto ruido hizo que mucho antes de su estreno ya sabía se los juro sobre la tumba de mi abuela que el conjunto de la crítica especializada de este país, la República Argentina, iba a aplaudirla sin cortapisas. No era una sensación nueva ni agradable. Ya la había experimentado ante la llegada de casi todas las películas de Abbas Kiarostami, en ocasión del reestreno de Sed de mal (Orson Welles, 1958) y, en menor medida, de El exorcista (William Friedkin, 1973). 

Las razones no son exactamente las mismas. En el caso de Welles, el peso agobiante del apellido, y su consiguiente sombra, fueron el principal motivo de la postración generalizada de los expertos. En el de Kiarostami también, aunque complementado por el prestigio de los premios que el iraní conquistó en tantos festivales internacionales. En el caso del film que nos ocupa, opera prima de la salteña Lucrecia Martel, primero pesaron los premios concretamente el Oso a la mejor opera prima del último Festival de Berlín y después el runrún elogioso de un puñado de críticos foráneos, que reverberó aquí hasta convertirse en una bola de nieve imparable. Las razones no son las mismas, pero sí los efectos: una suerte de parálisis analítica, complementada por una profusión de adjetivos extasiados sorprendentemente similares, al punto que todas las reseñas parecen variaciones de la misma mirada encandilada. En tiempos en que el anatema contra el "pensamiento único" ya se ha convertido en lugar común de los abogados del progresismo político bienpensante, no está de más apuntar que ese mismo pensamiento más precisamente: esa negación del pensamiento sigue campeando en el terreno de la crítica cinematográfica.

La ciénaga empieza y termina con la imagen de una piscina con el agua estancada, sucia podrida, dicen, aunque quizá no sea para tanto, a cuyos bordes un puñado de burgueses desganados toman sol y vino repantigados en reposeras. En realidad no toman sol, porque no hay sol sino nubes que anuncian tormenta, y tampoco son necesariamente burgueses. Pero tienen la actitud de burgueses desganados tomando sol. De burgueses venidos a menos, se diría, a juzgar por las botellas de tinto de dos pesos posadas sobre las mesas. No tan venidos a menos, en cambio, a juzgar por algunos de los autos estacionados a unos metros (y por otras botellas de vino que vendrán después). La piscina es parte de una finca, La Mandrágora, en la que transcurrirá la porción más gruesa del relato. La Mandrágora es una casa colonial algo derruida, clavada en el medio del monte, o del cerro.

El presagio de tormenta nubes, truenos sólo se concretará de a ratos, pero no dejará de latir ahí atrás, parte de un concepto de iluminación y de una banda de sonido muy bien elaborados, que contribuyen de manera decisiva a ese clima de tensa calma que acompasa permanentemente a las imágenes.

En la finca hay mucha gente. Básicamente Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán), que son primas y un poco más protagonistas en el film como en la finca que los restantes. Los restantes son sus respectivos maridos, hijas, hijos, personal doméstico. Mecha y su marido son alcohólicos. Depresiva, ella corre el riesgo de terminar sus días derrumbada, encerrada en una habitación como su pobre madre, muerta ya, de la que se sabe que no pudo despegar de ese colchón durante los últimos largos años de su vida. El marido de Mecha es un pelele, que se tiñe las canas para escarnio de varios de los circunstantes, y que a duras penas puede tomar una decisión. Tali más o menos: se contradice, duda, habla demasiado para lo poco que dice, y nunca parece verdaderamente conectada con ninguna cosa. Los chicos juegan, charlan, cuentan cuentos, andan por ahí. Algunos de esos cuentos y esas charlas son más escabrosos que los corrientes, lo que se suma al clima y aquí no sólo aludo a la luz y el sonido sino a esa cámara nerviosa, siempre en mano, inmiscuyéndose en la intimidad para acrecentar la tensión.

Nadie puede negar que la sensación de estar ahí, en el medio de una finca como La Mandrágora, es patente. La realizadora aprehendió como nadie aquel ambiente, que fue el de su infancia, y le sobró destreza fílmica para exponerlo ante el espectador. En este sentido, cabe reseñar algunos otros datos que van surgiendo: cierta calentura reprimida (no hay señales de relación sexual alguna, pero sí mucho amontonamiento; una suerte de promiscuidad); ciertas marcas en el cuerpo, trágicas (por hache o por be, casi todos pierden un poco de sangre y llevan cicatrices, mientras que a un chico le falta un ojo); cierta letanía construida por estas gentes que no parecen trabajar ni producir nada concreto y que las asemeja, en su conjunto, a un pedazo de la naturaleza que las rodea.

Cabe preguntarse qué pasa con este ambiente. Si se mueve (y hacia dónde); si se estanca, y por qué. En otras palabras: hace mucho, pero mucho tiempo que la Naturaleza se hizo hombre. Lo que Martel nos muestra, y deja picando, es una porción de humanidad que, en pleno siglo XX, casi XXI, se ha vuelto Naturaleza. Y más allá de la mentada tensa calma, se mueve poco. Lo que objeto, lo que me dejó con gusto a poco, lo que hizo que La ciénaga se me hiciera un poco larga, es que nunca se sabe por qué ni para qué. Como si la intimidad de la directora con ese ambiente natural-humano, en cierto punto, se le hubiera puesto en contra, complicando la famosa toma de distancia (o como la quieran llamar) necesaria para elaborar una mirada más activa, una intervención más contundente.

Como si todo, aparte de la tensa calma, fuera pura acción, sólo acción (bien y muy bien actuada en casi todos los casos) y nada más que acción. Claro que no estoy hablando de acción en el sentido de "superacción"; pero tampoco de movimiento, sino de una serie numerosísima de acciones cotidianas. Todas las cuales podrían haber sido exageradas, jerarquizadas, comprimidas, ridiculizadas, relegadas a un segundo plano, condenadas a no existir; moldeadas, en suma. Y sin embargo, da la sensación de que, en lo esencial, sólo fueron transportadas. Como si Martel, inconscientemente, hubiese sido devorada por su historia.

Ahora temo que me acusen de pretender psicoanalizar a un cineasta, pero eso es parte de mi propia neurosis, nada tiene que ver con la de Lucrecia. También sé que es perfectamente posible que esta talentosa realizadora haya decidido, a conciencia, dejarse absorber de ese modo por su historia.

Guillermo Ravaschino     


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