Hoy por hoy hay dos grandes maestros de la provocación. Dos directores que
utilizan el poder del cine para incomodar al espectador haciéndolo
reflexionar sobre su propia esencia y comportamiento. Algún apresurado pensará
en Todd Solondz y Gaspar Noé. Pero ellos son provocadores con
el
objetivo
de
contar cuánta gente sale ofendida de las salas. Michael Haneke y
Paul Verhoeven, en cambio, hacen de la provocación un método de reflexión
sobre la sexualidad y la violencia intrínsecas del ser humano. Si Verhoeven
parte de los géneros para darlos vuelta y desnudar sus contradicciones, el
estilo de Haneke es más difícil de reconocer.
E
incluye mayores variaciones.
En La
profesora de
piano nos acercaba íntimamente a las obsesiones sexuales
de su protagonista, pero en La
cinta blanca
ha optado por el distanciamiento
intelectual.
En principio,
sitúa la trama en un pueblito rural nórdico en las vísperas de la Primera
Guerra Mundial, narrada por un profesor que no sabe si todo lo que relata ha
acontecido realmente. Lo que sigue es una sucesión de distintos episodios
extraños (accidentes, agresiones, incendios) que comienzan a perturbar a
esta comunidad aparentemente calma y pacífica. Haneke se toma su tiempo y
describe poco a poco la vida de los pobladores, deteniéndose en cada
conflicto, ya sea de clase, de género, o educacional, que moviliza a los
líderes de las instituciones sociales (el barón que lidera el pueblo, el
cura, los jefes de familia) a aplicar severos castigos físicos y
psicológicos, especialmente sobre los niños. El puritanismo educativo y
religioso poco a poco va desenmascarándose como
el
principal generador de
resentimiento, sin dejar de lado los otros factores. Ecos del cine de terror
flotan en las imágenes, recordando a El
pueblo de los
malditos pero también
a esa obra maestra de Chicho Ibáñez Serrador llamada ¿Quién puede matar a un
niño?
Filmada en
color y pasada digitalmente al blanco y negro,
las primeras imágenes
de La cinta blanca pueden
recordarnos a Dreyer o a Bergman, pero pronto descubrimos que la estética
del film evade rápidamente las comparaciones. Nada de trascendentalismo
ni
teatralidad. La película trabaja las luces y sombras para potenciar el
misterio y facilitar un uso magistral del fuera de campo, con el objeto de
ocultar sistemáticamente de la mirada del espectador las agresiones y las
perversiones de sus personajes, y generar, sobre esta base, la pregunta sobre
la esencia de la violencia social.
Se supone que
estamos ante el germen del nazismo, pero una mirada atenta descubrirá que
Haneke, como todo gran artista, no se queda en el historicismo y nos sugiere
que lleguemos a la actualidad. Ese plano final de todos los habitantes del
pueblo sentados en la iglesia se asemeja demasiado a la posición que
ocupamos, como espectadores, durante la proyección de
La
cinta
blanca.
Ramiro
Villani
|