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CIUDAD DE DIOS
(Cidade De Deus)

Brasil, 2002


Dirigida por Fernando Meirelles, con Matheus Nachtergaele, Seu Jorge, Alexandre Rodriguez, Leandro Firmino da Hora, Phellipe Haagensen.



Ciudad de Dios resulta un fresco social, un film de iniciación y también un film apocalíptico. La durísima realidad de las favelas y los barrios más carenciados de Brasil ha sido llevada al cine en varias ocasiones, tal vez la más célebre haya sido Orfeo negro, en clave romántica. Algo de ese romanticismo subsiste bajo la cruda violencia de Ciudad de Dios, que relata la trayectoria de varios chicos habitantes del barrio llamado así ¿paradójica, irónicamente? y situado en las afueras de Río de Janeiro. En este caso no se trata de estrechas calles colgadas de los morros sino de una urbanización construida en los años ‘60 con el propósito de albergar familias sin vivienda, y que en poco tiempo devino ciudad marginal regida por sus propias leyes e impenetrable a quienes no fueren sus residentes. Los chicos de Ciudad de Dios juegan al fútbol como todos los chicos brasileños, pero el tiempo les enseñará que es muy difícil transitar cualquier camino que no pase por el delito: la película nos muestra a través de dos décadas por qué muchos eligen el tráfico de droga, el robo y el asesinato mientras unos pocos intentan alejarse de ese mundo cerrado.

Narrado en primera persona desde el punto de vista de Buscapé, uno de los jóvenes habitantes del barrio, el film tiene la estructura de un relato enmarcado: las imágenes iniciales, en un montaje agilísimo de impresionantes tomas de muerte y cacería anuncian el nivel de barbarie de lo que vendrá. Sigue con la prehistoria del barrio en los ‘60 y la creciente criminalidad de los niños comandados por un precoz muchachito, quien en los ‘70 se ha transformado en el jefe de una banda. Comparten el barrio con otra pandilla, en sorda convivencia competitiva. Paulatinamente, el crimen se hace más implacable, el tráfico más pesado, los mafiosos son cada vez más jóvenes. Cuando uno de los jefes se enamora e intenta eludir su destino trágico, colapsa una paz forzosa y frágil, y sobreviene una ola de muertes sangrientas, infames, vengativas.

Distribuida por Disney, la película busca ser vista y aprobada por el gran público de los Estados Unidos, y en muchos aspectos estéticos responde a lo que el público masivo espera encontrar en un film de acción. El tratamiento de la imagen, de la violencia, con obvia influencia de Scorsese, está en este caso al servicio de la puesta en escena de la dura realidad de la marginación en Latinoamérica. Lo que más impacta del film de Fernando Meirelles es el testimonio de toda una nueva generación familiarizada con el crimen, de chicos que matan a la edad de empezar a leer, de bandas de mocosos que instalan una ola de terror y quedan como amos despiadados de ese microcosmos. El protagonista vive su destino permanentemente cruzado con el de sus vecinos. Si éstos decidieron disparar las armas, Buscapé eligió disparar una cámara de fotos, y si demuestra ser un inepto total para el crimen, su condición de oriundo de la favela lo coloca en una posición inmejorable para registrar como fotógrafo las luchas en esos barrios herméticos. En este panorama tan nefasto no está ausente el humor, cuando el bueno de Buscapé quiere incursionar en el crimen sin talento ni éxito; su intento de robo en el colectivo recuerda el del film anterior de Meirelles y de Nando Olival, Criadas. Tuvimos la oportunidad de ver recientemente esa comedia costumbrista en el Festival de los Derechos Humanos. En ambos casos, Meirelles presenta una sutil observación de los diferentes grupos, tratando a sus personajes como tipologías representantes de un ámbito social. Es notable y perturbadora la interpretación que logra de los jóvenes actores quienes increíblemente, salvo un par, son no profesionales.

La película está basada en el best-seller homónimo de Paulo Lins, un habitante de Ciudad de Dios que relata hechos reales, y Meirelles contó con la colaboración de Katia Lund, documentalista de las favelas. Este discípulo de Walter Salles muestra un mundo de horror con solvencia, rigor, virtuosismo y sin un ápice de sentimentalismo. Su relato es objetivo pero no frío, y tiene sus mejores momentos cuando evita el juicio moral. La narración, ágil, movediza, por momentos vertiginosa, con un ritmo adrenalínico se vale de múltiples recursos: cámara al hombro, pantalla dividida con escenas simultáneas, saltos en el tiempo, simetrías y paralelismos, cuidada elección de color y música para cada época. La puesta en escena de ese alarde de violencia recuerda a la de Amores perros, y su comparación se convertirá seguramente en un lugar común. Se objeta que Meirelles, conocedor del lenguaje publicitario, creó un producto vendible que banaliza la miseria. Pero también produce un pensamiento sobre ella.

Josefina Sartora      

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