Ciudad de
Dios
resulta un fresco social, un film de iniciación y también un film
apocalíptico. La durísima realidad de las favelas y los barrios más
carenciados de Brasil ha sido llevada al cine en varias ocasiones, tal vez
la más célebre haya sido Orfeo negro, en clave romántica. Algo de ese
romanticismo subsiste bajo la cruda violencia de Ciudad de Dios, que
relata la trayectoria de varios chicos habitantes del barrio llamado así
¿paradójica, irónicamente? y situado en las afueras de Río de Janeiro. En
este caso no se trata de estrechas calles colgadas de los morros sino de una
urbanización construida en los años ‘60 con el propósito de albergar
familias sin vivienda, y que en poco tiempo devino ciudad marginal regida
por sus propias leyes e impenetrable a quienes no fueren sus residentes. Los
chicos de Ciudad de Dios juegan al fútbol como todos los chicos brasileños,
pero el tiempo les enseñará que es muy difícil transitar cualquier camino
que no pase por el delito: la película nos muestra a través de dos décadas
por qué muchos eligen el tráfico de droga, el robo y el asesinato mientras
unos pocos intentan alejarse de ese mundo cerrado.
Narrado en
primera persona desde el punto de vista de Buscapé, uno de los jóvenes
habitantes del barrio, el film tiene la estructura de un relato enmarcado:
las imágenes iniciales, en un montaje agilísimo de impresionantes tomas de
muerte y cacería anuncian el nivel de barbarie de lo que vendrá. Sigue con
la prehistoria del barrio en los ‘60 y la creciente criminalidad de los
niños comandados por un precoz muchachito, quien en los ‘70 se ha
transformado en el jefe de una banda. Comparten el barrio con otra pandilla,
en sorda convivencia competitiva. Paulatinamente, el crimen se hace más
implacable, el tráfico más pesado, los mafiosos son cada vez más jóvenes.
Cuando uno de los jefes se enamora e intenta eludir su destino trágico,
colapsa una paz forzosa y frágil, y sobreviene una ola de muertes
sangrientas, infames, vengativas.
Distribuida
por Disney, la película busca ser vista y aprobada por el gran público de
los Estados Unidos, y en muchos aspectos estéticos responde a lo que el
público masivo espera encontrar en un film de acción. El tratamiento de la
imagen, de la violencia, con obvia influencia de Scorsese, está en este caso
al servicio de la puesta en escena de la dura realidad de la marginación en
Latinoamérica. Lo que más impacta del film de Fernando Meirelles es el
testimonio de toda una nueva generación familiarizada con el crimen, de
chicos que matan a la edad de empezar a leer, de bandas de mocosos que
instalan una ola de terror y quedan como amos despiadados de ese
microcosmos. El protagonista vive su destino permanentemente cruzado con el
de sus vecinos. Si éstos decidieron disparar las armas, Buscapé eligió
disparar una cámara de fotos, y si demuestra ser un inepto total para el
crimen, su condición de oriundo de la favela lo coloca en una posición
inmejorable para registrar como fotógrafo las luchas en esos barrios
herméticos. En este panorama tan nefasto no está ausente el humor, cuando el
bueno de Buscapé quiere incursionar en el crimen sin talento ni éxito; su
intento de robo en el colectivo recuerda el del film anterior de Meirelles y
de Nando Olival, Criadas. Tuvimos la oportunidad de ver recientemente
esa comedia costumbrista en el Festival de los Derechos Humanos. En
ambos casos, Meirelles presenta una sutil observación de los diferentes
grupos, tratando a sus personajes como tipologías representantes de un
ámbito social. Es notable y perturbadora la interpretación que logra de los
jóvenes actores quienes increíblemente, salvo un par, son no profesionales.
La película
está basada en el best-seller homónimo de Paulo Lins, un habitante de Ciudad
de Dios que relata hechos reales, y Meirelles contó con la colaboración de
Katia Lund, documentalista de las favelas. Este discípulo de Walter Salles
muestra un mundo de horror con solvencia, rigor, virtuosismo y sin un ápice
de sentimentalismo. Su relato es objetivo pero no frío, y tiene sus mejores
momentos cuando evita el juicio moral. La narración, ágil, movediza, por
momentos vertiginosa, con un ritmo adrenalínico se vale de múltiples
recursos: cámara al hombro, pantalla dividida con escenas simultáneas,
saltos en el tiempo, simetrías y paralelismos, cuidada elección de color y
música para cada época. La puesta en escena de ese alarde de violencia
recuerda a la de Amores perros, y su comparación se convertirá
seguramente en un lugar común. Se objeta que Meirelles, conocedor del
lenguaje publicitario, creó un producto vendible que banaliza la miseria.
Pero también produce un pensamiento sobre ella.
Josefina Sartora
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