1. Hay unas
fotos chillonas de parejas de tango bailando en Caminito con trajes
impecables y fondo de colores saturados que andan dando vueltas por todo el
centro de Buenos Aires, pero especialmente en aquellos sitios que se han ido
transformando en paradas clave del circuito turístico porteño. Amén de ser
deliberadamente pintorescas, masivas e insignificantes (porque de tan
trilladas y epidérmicas no dicen nada), no me molesta en lo más mínimo que
la incontable cantidad de viajeros que recalan en la ciudad se gasten sus
buenos morlacos en comprarlas. Ciudad en celo es una nueva versión
cinematográfica de esos íconos ciudadanos, fue coproducida por TVE (lo cual
no tiene nada de malo) y pensada desde ese lugar por Hernán Gaffet (lo cual
demostraría que su demagogia no está reñida de capacidad comercial) o no (lo
cual demostraría su mal gusto). Lo que sí me disgusta es que su película
acabe de ganar el Premio del Público en el reciente Festival de Mar del
Plata, porque se supone que el público que la votó no estaba conformado por
turistas (aunque ya se sabe que en la Feliz vive menos gente de la que
pasa).
2. Una película que
se llama Ciudad en celo y contiene una sola escena de cama grotesca,
inicial, fugaz y fea, además de ningún plano cruzado por la más mínima
tensión sexual, es un fraude. Viene a confirmar que “en este país no se coge
con alegría”, como decía Francisco Urondo en uno de sus mejores poemas,
mucho más porteño que la mayoría de los tangos o películas llenos de
obeliscos, lunas, bares y mujeres vestidas de rojo caminando en cámara lenta
por una calle de San Telmo. Porque aquí en Buenos Aires, según la película
de Gaffet, los hombres prefieren hablar de mujeres, pactar con sus amigos
sobre cual de ellos se la va a llevar primero a la cama, mirarlas como
despreciando que sean tan hermosas y tan mujeres, pero no tocarlas jamás. De
hecho, los tres protagonistas de Ciudad en celo, porteños de ley con
el debido toque moderno de macho sensible y una pizca de jazz convencional,
no se acuestan con una mujer en toda la película, lloran que da asco, toman
whisky (porque se la bancan) y se la pasan hablando de las minas que
se levantaron allá lejos y hace tiempo.
3. En Ciudad en
celo pasa de todo, y de tal modo que parece que al guionista no le
importa para nada lo que pasa ni sus personajes: comienza con un tipo
descubriendo cómo su mujer le pone los cuernos con su hermano (la secuencia
que mencioné en el punto anterior, a la que omití referirme también como
burdamente incestuosa, misógina y reaccionariamente promiscua), sigue con el
suicidio de uno de los miembros de la barra de amigos, continúa con la
trillada escena tragicómica del esparcimiento de las cenizas, deja lugar a
la disputa por la única mujer que es miembro del grupo (quien ha podido ser
parte del mismo porque se acostó con todos, como hace una mina gamba),
surfea por las crisis amorosas de los tres y termina resolviéndolas
simultáneamente luego de haber contado el cuentito trágico de un florista
que muere atropellado (por distraído, claro, aunque uno de los personajes
diga que murió por amor)
cuando va a encontrarse con la linyera de la que se habia enamorado.
Habiendo incluido también, en fin, el asalto perpetrado por un tipo que roba
para darle de comer a su familia con el solo fin de que Gaffet pueda decir
que mostró también el lado oscuro del país (por supuesto que sin
incomodarnos en lo más mínimo y restregándonos por la cara su buena
conciencia).
4. Todos los personajes de la película son estereotipos: los protagonistas,
los secundarios y los esporádicos. Como tales, sólo aparecen para
representar una idea fija ya descripta en el guión y se van sin corporizarse
como sujetos de la ficción. No son personajes, son figuras retóricas. Está
el que faja a la mujer, el ladrón que roba por necesidad, la loca de la
calle, el amigo muerto, el dueño del bar, la cantante de tangos, el
guionista de cine (que haya tantos directores –subrayo directores– que hacen
películas sobre sí mismos pero en el rol de guionistas demuestra la nula
conciencia que tienen de la especificidad de su rol y de la potencia visual
del cine), la mujer maltratada, el mozo, etc. Todos ellos están destinados a
cumplir siempre el mismo papel, repetir la misma conducta, simbolizar el
mismo mensaje. Está claro que esa rastrera, superficial y estática
concepción de los personajes debe corresponderse con la idea del espectador
que tiene el director: uno que vaya al cine a presenciar los parlamentos y
chistes supuestamente ingeniosos que los actores repiten como loros, se
sorprenda con esas líneas de diálogo que ya ha escuchado diez millones de
veces, salga emocionado por ese retrato de Buenos Aires tan lleno de
humanidad y ternura, y contribuya con su voto a que le den el Premio del
Público en un festival de cine.
Marcos Vieytes
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