Código 46 es una película de ciencia ficción y eso, en el caso de un
director como Michael Winterbottom que filma desde hace una década casi a
razón de dos películas por año, no es decir mucho. Pues el género, para este
hombre, parece ser una excusa que sirve de partida a sus ficciones y de la
cual éstas se desprenden con bastante rapidez. Pero a eso ya volveremos
luego. La trama se desarrolla en un futuro que a primera vista se parece
demasiado a nuestro presente. El código que le da nombre a la película reza
que si una pareja tiene compatibilidad genética igual o superior al 25%, no
podrá relacionarse sexualmente ni concebir prole. De hacerlo, el feto deberá
ser inmediatamente eliminado y ambos sufrirán prisión, o exilio.
Y el
exilio parece ser el peor castigo imaginable para quienes viven adentro,
aunque su existencia se limite a habitar una cárcel de proporciones
planetarias. Es que el mundo del que hablamos está dividido en dos ámbitos
absolutamente desiguales: el interior y el exterior. El primero está
dominado por la tecnología, tiene todo el confort imaginable, goza
permanentemente de una luminosidad casi aséptica y cuenta con la supervisión
protectora de La Esfinge Que Todo Lo Sabe, ente nunca visto al que los
personajes se refieren una y otra vez como a una autoridad impersonal,
corporativa y dueña de suprimir sectores de su memoria... o de decidir sus
preferencias sexuales en pro del "bien público".
El
conflicto central surge cuando William (Tim Robbins), intuitivo de
Seattle al que le basta hablar con la gente para conocer hondamente lo que
piensa, es asignado a investigar en Shanghai la falsificación de unos
papelitos oficiales que funcionan como pasaportes para acceder al exterior
sin peligro de sanciones. El problema concreto de William aparece cuando
descubre que la falsificadora es María González (Samantha Morton) pero, en
lugar de cumplir con su trabajo e informarlo, se enamora de ella y decide
encubrirla. Ese encuentro, como ya se imaginarán ustedes, tendrá
consecuencias harto peligrosas para los dos.
El cuento
es claro, sencillo y ya ha sido contado miles veces. Lo que puede hacerlo
diferente es la forma en que nos lo cuenten. Lo que sucede con Winterbottom,
tanto aquí como en la tragedia decimonónica Jude (que se estrenó en
la Argentina hace años) y en el western The Claim (que puede verse
por cable), es que el género, con sus pautas y circunstancias de origen, le
interesa más bien poco. Esto no está mal en sí mismo, pero hace que estos
films despierten unas expectativas que son prontamente defraudadas. Además,
y al menos en estos tres casos (no he podido ver su filmografía completa),
se vale de esquemas narrativos clásicos sólo para disolverlos en una
inmediatez conseguida a fuerza de primeros planos, planos detalle faciales
viciados por la fealdad, alguno que otro ralenti y repetitivas tomas
panorámicas.
En torno
del cine de Winterbottom la crítica usa, nunca peyorativamente y siempre con
demasiada facilidad, el adjetivo “posmoderno”. Como soy incapaz de precisar
todo lo que aquél abarca no intentaré definirlo, pero sí quiero acotar que
la multiplicidad de signos que proliferan en la película (hombres y mujeres
que hablan un inglés adornado de vocablos españoles, italianos y franceses;
pop occidental interpretado por cantantes orientales; imágenes superpuestas
y registradas por computadora; video; mini cámaras; celulares; proyecciones
pseudo-holográficas) es menos caótica de lo que parece y responde a la misma
lógica binaria del poder que se propone criticar. La falsa –y superficial,
por gruesa– oposición entre las urbes concentracionarias de adentro y
las miserables pero libres ciudades de afuera queda expuesta por el
idéntico modo en que Winterbottom las filma (desde un helicóptero), y por la
caracterización exótica y pintoresca del Tercer Mundo. Así, lo
suyo se limita a proponer que el planeta es cada vez más desigual y
autoritario, idea bastante banal y para nada novedosa dados los tiempos
que corren. Y sus héroes no se proponen otra aventura que fraguar documentos
para ir a ver murciélagos detrás de la frontera, o protagonizar un adulterio
que los aleje un tanto de la rutina familiar.
Marcos Vieytes
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