Felizmente, ciertos caprichos de
distribución y el éxito de algunas películas han logrado que nos
familiaricemos con la nueva filmografía iraní, surgida a la sombra de
figuras mayores y ya consagradas como maestros: Abbas Kiarostami y Mohsen
Makhmalbaf. En el elenco de nuevos realizadores –y realizadoras mujeres,
cuyos films están esperando su estreno en Argentina– se destaca Majid
Majidi, de quien ya habíamos visto El padre y su anteúltima
película, Los hijos del cielo, que oportunamente fuera candidata
al Oscar.
Evidentemente Majidi, que es un hombre religioso y dedica sus
películas a la gloria de Dios, está atormentado por la figura del
padre, como pudimos observar en su primer film. En su última
realización, El color del paraíso, vuelve a mostrar a un muchacho
perseguido por la sombra del padre tirano. El chico tiene una doble
tragedia: Mohammad es ciego, y su padre viudo no lo quiere, lo rechaza por
su discapacidad y por la carga que le significa en momentos en que está
por formalizar su compromiso matrimonial con una joven de clase social y
económica superior a la suya. Dos hijas ya son un problema, pero un hijo
ciego es demasiado. Por eso, cuando el chico empieza sus vacaciones en la
escuela especial a la que acude en la ciudad, el padre no quiere
llevárselo consigo, insiste en vano para que pase allí los tres meses de
vacaciones. Sin conseguirlo, el padre emprende el silencioso regreso a la
aldea con su hijo, quien allí sí, recibe todo el cariño de las mujeres:
sus hermanitas y su abuela, enfrentada con su propio hijo a causa de su
egoísmo.
La película habla no sólo del drama familiar, sino también de la
relación de un muchacho sensible con la naturaleza y la cultura. Tanto en
el jardín de la escuela como en el campo donde juega junto a las mujeres,
Mohammad tiene un estrecho vínculo con la vida natural: la banda sonora
parece comunicar las percepciones del ciego, pobladas de cantos de
pájaros, el viento, el ruido del río, el mar o la tormenta. El chico
sabe interpretar las indicaciones que le dan el oído y el tacto, y en una
hermosa conjunción entre cultura y naturaleza, lee a esta última como un
libro: las piedras, los pétalos de una flor, los granos de una espiga en
nada se diferencian para él de las letras del Braille.
Mohammad es esforzado y está ávido de conocimiento. Quiere integrarse
a los chicos de su pueblo, concurre a su escuela y allí lee en voz alta,
en su libro especial, el mismo texto que sus compañeros. Sin embargo, el
padre opta por sacarlo de su medio y enviarlo como aprendiz al taller de
un carpintero, ciego como él. Allí comenzará otro aprendizaje.
La película articula una historia dura y dolorosa, de tres
generaciones en conflicto, con una visión idílica de la naturaleza,
mediante una fotografía en la que abunda la niebla y el abuso de la
cámara lenta, utilizada de una manera poco funcional. Con
interpretaciones totalmente naturales, el film sin embargo no llega al
nivel alcanzado por El padre, por ejemplo. Demasiado morosa por
momentos, buscando el esteticismo, la historia decae al final. Como todo
el cine iraní, El color del paraíso es para aquellos que pueden
apartarse del los productos de consumo masivo (y en este caso, armarse de
cierta paciencia también), para ver un cine de otra cultura que ya ha
adquirido personalidad propia.