El chileno Raúl Ruiz ha cobrado entre nosotros una presencia contundente.
En los films vistos últimamente, El tiempo recobrado y Genealogías
de un crimen, ha mostrado que el suyo es un cine apoyado en lo mental,
que trata de vínculos, de conjuntos de relaciones entre personajes y mundos
que proliferan, se bifurcan, se superponen, o se desvanecen.
De esas bifurcaciones trata La comedia de la inocencia. Después
de cumplir nueve años, Camille (Nils Hugon) parece vivir una crisis de
identidad. De un modo frío y distante, le comunica a su madre que no es su
hijo, que esa no es su casa y que quiere irse a la casa de su verdadera
mamá. La madre, Ariane (Isabelle Huppert), no comprende nada, pero accede
al pedido de su hijo. Camille atraviesa tal vez la fantasía arquetípica de
no ser hijo de sus padres. Para asombro de Ariane, el chico la lleva a esa
otra casa, en un barrio desconocido, donde vive esa posible mamá. A partir
de entonces, Ariane compartirá a su hijo con otra mujer, Isabella (Jeanne
Balibar) que ha perdido el suyo dos años antes y sin embargo acepta ser la
madre de Camille. Ariane accede all trato para no perder a su hijo, o para
ganar tiempo, mientras trata de acercarse a la verdad. Hay muchas
preguntas que reclaman respuesta: ¿estamos ante un caso de transmigración
de almas? ¿Un reclamo de atención a una madre distante?¿Una esquizofrenia?
¿Un alevoso intento de apropiación? El hermano psiquiatra de Ariane, Serge
(Charles Berling, quien también acompaña a Huppert en Los
destinos sentimentales), tratará de encontrar las respuestas. Mientras
llegan, tanto la madre como el espectador viven en la incertidumbre del
misterio. Hay otro aspecto que refuerza la ambigüedad: Camille tiene un
amigo imaginario. ¿Es Alexander pura fantasía o tiene existencia física?
Camille, finalmente, es un nombre de varón tanto como lo es de mujer...
Ruiz ha llevado al cine la novela de Massimo Bontempelli Il Figlio Di
Due Madri, cuyo título sintetiza la situación angustiante que viven los
personajes. Las imágenes iniciales, que ha tomado Camille con su cámara de
video, son tan curiosas e inquietantes como el film mismo. Ese film dentro
del film, en su juego de representaciones, es el que nos llevará a la
verdad. Ruiz nos está diciendo que es el cine –cualquiera sea su soporte–,
habitado por los dobles, el que tiene las respuestas de la vida.
Pero el viejo tema del doble está presente no sólo en el argumento sino
también en la puesta en escena: los espejos, los cuadros, las esculturas,
las sombras son recurrentes. Las casas de las dos madres son equivalentes:
burguesa una, bohemia la otra, son viviendas de intelectuales elegantes, que
se rodean de objetos artísticos. Las esculturas –africanas en una, clásicas
en la otra– son todas representaciones de figuras humanas, dobles de los
personajes, también criaturas del arte. Los cuadros, en los que se hace
hincapié, reduplican esas imágenes humanas. El acento puesto en la
iconografía se hace pesado, sobre todo ante el grabado del Juicio de Salomón
que cuelga en la mansión de Ariane, o la talla con dos cabezas que parece
presidir el departamento de Isabelle: obviedades innecesarias. Todo semeja
una escenografía –Ariane es escenográfa– donde se desarrolla la comedia (¿de
la inocencia?). La fotografía también acentúa la indiscernibilidad,
desvaneciendo por momentos los contornos.
La duplicidad toma otros giros. Esta es una película sobre la niñez y sus
conflictos, sus fantasías y sus crisis. Pero ¿quién es el niño y quién el
adulto? Tanto Ariane como Serge tienen conductas muy infantiles, están
aferrados a sus juguetes de infancia y viven en la casa familiar, en cuyo
sótano conservan el mobiliario original, incapaces de despegarse del pasado
y los misterios familiares. Hay algunas lagunas en la narración, producto de
la trasposición no muy ajustada de la literatura al cine, que si bien no
llegan a anular el interés de la intriga, le agregan otro poco de confusión.
Este thriller psicológico va creando una expectativa pinchada al final, o
frustrada, porque la solución no mantiene el tono laboriosamente logrado. Si
durante una hora y media parecía que estábamos transitando por los mundos
paralelos, fantásticos, tan caros a Borges y a la literatura del siglo XX,
en los que no existe certeza, la resolución resulta trivial. Los personajes
secundarios –la mucama y niñera, amante del tío Serge, la vecina con su
actitud contradictoria, el padre ausente que no termina de llegar (y esa
culpable ausencia de padre es una de las moralejas del film)– agregan otra
dosis de incertidumbre que ya nunca será despejada. Lo preferimos así.
Si el film encuentra un buen sustento en las excelentes interpretaciones,
Isabelle Huppert corrobora una vez más que es una actriz extraordinaria.
Tiene la escuela de interpretación francesa arraigada hasta el tuétano. Su
expresión va de la desorientación a la entrega pasiva, de la distancia y la
duda a la fría –tal vez demasiado fría– determinación. Y el último, largo
plano de su mirada es el doble del plano final, reciente pero ya
inolvidable, de Gracias por el chocolate.
Josefina Sartora
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