Como caído del cielo es una comedia romántica muy menor. No por su ligereza (¿a
quién se le ocurriría reclamarle gravedad a una comedia?) sino por su mediocridad. Desde
las peripecias que vertebran la trama hasta los diálogos que pronuncian los personajes,
pasando por su factura técnica, todo resulta tan rutinario que a los cinco minutos de
empezada uno ya tiene la sensación de haber visto la película completa. No una sino cien
veces, varias de ellas sobre un avión. Sí, el film protagonizado por Andy García es de
esos títulos que, honrosas excepciones al margen, eligen las aerolíneas para adormecer a
los pasajeros durante los viajes.La rutina
dice que una comedia romántica debe arrancar protagonizada por un loser. Ahí
está Gary Starke (García), un simpático revendedor de entradas que vive al día y al
margen de la ley. Cualquier clase de boletos le viene bien: pases para el Museo de Bellas
Artes y plateas para el Super Bowl claro está pero también unas para ver de
cerca al Sumo Pontífice en su inminente visita a las pampas norteamericanas (por supuesto
que esto conlleva la presencia del "doble papal oficial", un extra que ya
apareció en el cine por lo menos una docena de veces). Y ahí está Linda Palinsky (Andie
MacDowell), esa chica que después de ocho años de noviazgo dice no va más. Lo que no
está del todo claro es qué es exactamente lo que no se "banca". ¿Acaso la
inmadurez de Gary, cuya falta de rumbo y metas lo asemeja a un infante? ¿Tal vez su
ilegalidad? ¿O será su falta de dinero?
La rutina dice que el perdedor debe tener algún
encanto, o talento. Gary los tiene, son sus destrezas de timador y desfilan en una
apretada seguidilla de secuencias. Una de ellas lo hace ingresar en la tienda de
electrodomésticos en la que trabaja Linda (que aspira a convertirse en chef pero
como dicen en Manhattan "tiene que pagar la renta") para mostrar
cómo le vende un televisor de 43 pulgadas a un "cliente difícil". Otra lo
exhibe embaucando a un contingente de turistas japoneses. Pero la verdad es que dicho
cliente no es tan difícil como oligofrénico, y algo parecido ocurre con los japoneses.
Todo sucede con tanta velocidad como la que debe haber presidido la confección del
guión. Y se nota por todos lados. En especial en la permanente sonrisa de García, que
contrasta con la paupérrima calidad de los chistes y parece acusar, en cambio, el
suculento cachet que su condición de productor le permitió adjudicarse a sí mismo como
intérprete.
La rutina, finalmente, dice que esta clase de
anécdotas debe cerrarse con el broche del final feliz. Y Como caído del cielo
no repara en ningún tipo de sutilezas a la hora de perseguirlo. Esto incluye la respuesta
al interrogante de dos párrafos más arriba acerca de la insatisfacción de Linda: un
departamento flamante, escriturado en regla, la pone tan contenta que ni siquiera se
acuerda de preguntarle al loser de dónde sacó la plata para comprarlo.
Guillermo Ravaschino
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