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EL
COMPLOT
(Conspiracy Theory)
Estados Unidos,
1997 |
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Dirigida por Richard Donner, con Mel Gibson, Julia Roberts,
Patrick Stewart, Stephen Kahan, Terry Alexander.
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Mel Gibson volvió a reunirse con su viejo amigo, el director
Richard Donner (quien lo condujo en las tres Arma mortal y en Maverick),
para una ambiciosa superproducción que arranca bastante bien. Las primeras imágenes de El
complot ponen a Gibson en la piel de un taxista de Nueva York, Jerry Fletcher, que
aúna la paranoia de su colega más célebre el que compuso Robert De Niro para Taxi
Driver con la idiosincrasia
típica de tantos taxistas de Buenos Aires, y seguramente de cualquier gran ciudad. No hay
una sola cuestión de Estado, magnicidio sin resolver o intimidad de los servicios
secretos que Jerry no domine a la perfección, cosa que se encarga de hacerles saber a sus
pasajeros mediante una verborragia tan desbocada como la que dio la vuelta al mundo de la
mano del sargento Riggs (Arma mortal). Sugestiva dirección de fotografía
mediante, Manhattan se insinúa detrás a partir de unas pocas luces desenfocadas, sumadas
a la voz de mando de algún pasajero que pide ser conducido a la Séptima avenida.
Con el correr de los minutos se notará que
las pistas que acumula Jerry en su cerebro no son todas falsas. Y una encumbrada
funcionaria del Departamento de Justicia, Alice Sutton (Julia Roberts), le presta el oído
para escuchar que una novedosa, peligrosísima arma sísmica en poder de la CIA o de la
NASA de eso no está seguro ni el
taxista amenaza la vida del
Presidente. Poco después, un variopinto ejército de superagents encabezado por el
Dr. Jonas (Patrick Stewart, ex capitán de Star Trek, aquí como falso médico) se
empeñará en liquidarlos a ambos. En este punto, una catarata de datos nuevos empieza a
engordar la trama: la posible locura de Jerry, su pasado como conejito de indias de la
CIA, su presunta participación en el asesinato del padre de Alice... Son tantos los cabos
y tan velozmente los ata Donner, que la madeja del relato se desdibuja y todo comienza a
perder solidez.
El humor, inseparable compañero de ruta del
taxista durante el primer tramo, lo abandona a partir de aquí en favor de un esquema
saturado de clisés. La torpeza de los servicios crece ilimitadamente, al compás
de escaramuzas hiperproducidas persecuciones en helicóptero, rastreos con
radiofaros, dispositivos propios de videogames de las cuales los protagonistas
escapan milagrosamente, dejando al espectador tanto o más impaciente que a los
perseguidores. Los recursos se han agotado pero todavía falta una hora larga para el
final. El complot se encargará de ocuparla con más de lo mismo, incluidas varias
intentonas por exprimir jugo romántico a la dupla Gibson/Roberts, que nuncan llegan a
prosperar.
Guillermo Ravaschino
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