Contra la pared
tiene un punto de partida similar al de muchas tiras para adolescentes, en
las que, típico caso, dos amigos fingen ser novios para poner celoso a un
tercero y, oh, terminan enamorándose. Aunque en el film de Fatih Akin todo
es más extremo y sórdido (en vez de novios, marido y mujer; en vez de poner
celoso a un tercero, complacer a papá y mamá; en vez de enamorarse,
enamorarse desesperadamente), la idea de base es la misma.
El es un
cuarentañero parecido a Osvaldo Laport, un turco desaliñado que vive
renegando de sus raíces desde un cuartucho en Alemania, un reventado,
amante del punk, el sexo fuerte y los excesos. También carga una historia de
vida que se intuye traumática pero que –por suerte– nunca llegamos a conocer
del todo. Ella tiene veinte, es un poco más adinerada y mucho más –cómo
decirlo– fresca. Para "divorciarse" de sus padres conservadores y
tradicionalistas no tiene mejor idea que pescar a otro turco y
casarse. Se conocen, se odian un poquito, se casan. El resto es la película.
Akin
recoge, treinta años después, la lección que Scorsese dio con Calles
salvajes: determinados estados de ánimo, algunas heridas generacionales
y buena parte de la hostilidad del mundo no pueden ser representados sin
apelar a la música. Es así que casi toda la película está orquestada
especialmente con rock y punk gótico de los '80, aunque también dan el
presente el reggae, el ska, el jazz y lo que yo supongo es música
tradicional turca. Sí, la música es verdaderamente omnipresente (debe haber
más metraje musicalizado que no) y Depeche Mode, Birthday Party (la primera
banda del gran Nick Cave) y Sisters of Mercy delinean, redimensionan y/o
acentúan los contornos de una relación amorosa signada por la desesperación
y la autodestrucción.
Contra
la pared es una y dos
películas. La primera mitad es hermana de Adiós a Las Vegas: un amor
que se gesta en espacios decadentes y manifiesta o latentemente violentos,
hecho de subjetividades desorientadas y quebradizas. La segunda tiene más de
un punto de contacto con Cuando vuelve el amor y la película baila
alrededor de la cuestión del qué se debe hacer con los impulsos
aparentemente irracionales: cuánto peso tiene o debe tener un amor del
pasado, cuánto puede incidir la pasión amorosa del pasado en un presente
tranquilo y asentado.
Es así que
Akin da un vuelco de 180 grados en su filmografía y después de la muy feliz
y primaveral Im Juli (2000) nos entrega esta película, profundamente
anti-feliz y anti-primaveral. Las escenas de sexo son creíbles y originales
(no es poco), como así también la violencia, en general seca y poco
estilizada. La pareja central tiene una química increíble y su relación
fluye notablemente gracias al montaje: en algunas escenas, uno más acelerado
habría sido criminal. A todo esto, el director alterna discretamente dos
puntos de vista, como si este relato no pudiera ser contado desde un solo
lado (al fin y al cabo, el amor es binario) y se toma su tiempo para hacer
crecer la historia, deteniéndose en detalles que aportan textura y
profundidad (algunas conversaciones sobre sexo; ella cocinándole a él a
puros primeros planos). Entre tanta opresión, oportunos destellos de
felicidad (la protagonista disfrutando sola en el parque de
diversiones) aligeran un poco la cosa.
Y como si esto fuera poco,
el director no enfoca a sus personajes con ánimo psicologista: ellos son así
y punto y el interés radica más en aproximarse a sus acciones que en
desnudar su psicología. No es que el film sea perfecto. Por momentos le
vendría bien algo más de sutileza y –quizás– algo menos de violencia (qué
difícil determinar si la violencia es gratuita o no; por lo pronto, para el
que paga ocho pesos para ingresar a la sala, nunca lo es). Akin "empuja"
muchas cosas por aquí, "inventa" algún conflicto por allá, pero la intención
de retratar o buscar la relación entre el amor y la violencia y la
autodestrucción, que buena parte del cine omite o exagera, es más que digna.
Ezequiel Schmoller
|